miércoles, 19 de marzo de 2008

Cinco años



Una mañana de hace cinco años fui a mi Instituto resuelto a no dar clase. La noche anterior, sin mediar declaración alguna de guerra, aviones norteamericanos machacaban los centros neurálgicos de Irak y del cielo iraquí llovían misiles Tomahawks: había comenzado la invasión de Irak. Aquella mañana decidí que no podía estar enseñando filosofía y ética sin que saltaran por los aires esa filosofía y esa ética, hechas trizas de vergüenza e indignación. Fui explicando brevemente a mis alumnos antes de cada clase por qué me declaraba en huelga, y así fue transcurriendo aquella mañana de marzo sin percances, salvo que las autoridades ¿¡educativas!? me abrieron expediente por dejación de mis obligaciones profesionales y me descontaron un día de sueldo.

España llevaba muchos días encendida en el “No a la guerra”, pero cuatro días antes, el 16 de marzo, el entonces presidente español Aznar (junto con Barroso, otro comparsa) se había reunido en las Azores con Bush y Blair para teatralizar lo que estaba decidido muchos meses antes por bastardos intereses geopolíticos y económicos: la invasión de un país, basada en mentiras y falsedades, y cínicamente llamada “Operación Libertad Iraquí”. Nunca encontraron armas de destrucción masiva y jamás demostraron una vinculación con Al Qaeda y el terrorismo internacional, pero no vacilaron en llevar a Irak una montaña de muerte, rencor, penurias y sufrimiento entre la población civil. Desde entonces no han cesado el dolor y la vergüenza.

Lejos de establecer allí una democracia (habían repetido como loros que uno de los objetivos principales era liberar al pueblo iraquí de la dictadura de Sadam Hussein), el caos, la miseria, la muerte y el sufrimiento se han ido instaurando durante estos últimos cinco años en Irak y en otras zonas del Oriente Medio. Inventaron la delirante idiotez del Eje del Mal y pretendieron hacer creer que eran los únicos salvadores de la humanidad. A pesar de tanta amnesia selectiva, más allá de lo políticamente correcto y de los intereses de Estado, Bush, Aznar y Blair, y junto a ellos, Rumsfeld, Cheney, Rice, Powell y el resto de la banda, deberían estar juzgados por un Tribunal Internacional y confinados en Guantánamo.

Al poco tiempo asistimos también a la muerte absurda de José Couso por disparos de un tanque norteamericano mientras trabajaba en la terraza de su hotel, pero no escuchamos la mínima excusa por parte de ningún responsable estadounidense. El 1 de mayo de aquel año, Bush declaró sobre la cubierta de un portaaviones que ya estaba cumplida la misión, pero silenció que aún quedaban unos cuantos miles de soldados norteamericanos por morir y destrozar sus vidas en combates que no podían comprender, y que el número de víctimas iraquíes seguía creciendo día a día: según la revista británica Lancet, el número de muertos iraquíes ronda los 700.000, y según un estudio realizado en 2007 por el diario Observer podrían haber muerto más de un millón de personas en Irak, si bien las estimaciones posteriores de la ONU dejaban el número de víctimas violentas en unas 150.000. Más allá de las cifras, estamos hablando de la vida y de la muerte de seres humanos. Estamos hablando de asesinatos y de asesinos.

Estaba al caer la Navidad cuando pudimos contemplar a un Sadam ojeroso y desgreñado al que acababan de arrestar. Tras una pantomima de juicio, acabó ahorcado en una madrugada de finales del 2006, y tampoco nos ahorraron el horror de aquellas imágenes, que se acumulaban a las de las torturas y las vejaciones de Abu Graib. Los atentados contra la ética y los crímenes contra la humanidad fueron sucediéndose sin pausa, pero nadie ha pedido perdón, nadie ha dicho “lo siento, estaba equivocado”. Desde el Partido Popular, nunca han sabido, nunca han contestado. Los obispos católicos y sus huestes, tan proclives a manifestarse en la calle contra la política del Gobierno socialista, tan dispuestos a escribir cartas pastorales inicuas, no han abierto la boca ni han pisado jamás una sola baldosa de la calle para protestar contra una guerra injusta que ha causado cientos de miles de muertos. Atardece así sobre el mundo, mientras Israel arrasa Gaza y asesina palestinos a mansalva, aunque pretenda justificarlo como “legítima defensa”. Y con todo este caos y todo este terrorismo de Estado impune, aumenta el número de musulmanes dispuestos a combatir y matar en la yihad para equilibrar algo tanto crimen, tanta injusticia. Un crimen nunca es justificable, pero a veces resulta entendible.

Desde hace cinco años los invasores están allí y la matanza continúa, pero me resisto a creer que ha desaparecido la rebelión ciudadana contra la guerra o que no sirvieron para nada el cabreo y el dolor que compartí con mis alumnos aquella mañana de hace cinco años.

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