lunes, 27 de junio de 2011

Las grandes palabras o el arte de no decir absolutamente nada


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Generalmente, suponemos que las ideas configuran lo que pensamos sobre las cosas y que las palabras son, a su vez, expresión de las ideas. Así, por ejemplo, si alguien dice: “Hay una nube grande y blanca en el cielo” , damos por supuesto que todos aquellos que conocen nuestro idioma entienden la misma realidad al escuchar esos sonidos y observar con los ojos el fenómeno denotado, y que -por consiguiente- todos y cada uno compartimos  la misma idea de nube, cielo, blancura y grandeza.
 En este mismo orden de cosas, suponemos también que hay palabras, ideas y cosas rayanas en lo deleznable, mientras que otras son sumamente excelsas (en tal caso, “belleza” y “bondad” tendrían un rango mucho más elevado que, por ejemplo, “orina” o “eructo”). Así, hemos ido construyendo una pirámide jerárquica de entidades, conceptos y expresiones, en cuya cúspide morarían las realidades más respetables y dignas. Consecuentemente, moverse en el ámbito de las cimeras es altamente valorado y parece implicar la tenencia de un ánimo elevado y de altas miras, mientras que, por el contrario, hacerlo en el de las inferiores es visto como algo vulgar, poco refinado, e incluso sucio.
Sin embargo, no es seguro que las cosas funcionen así. Por ejemplo, está por ver que las ideas sean grandes o pequeñas, o que palabras tales como “justicia”, “bondad”, “democracia” o “patria” sean más importantes que “mosca”, “lapicero” o “legaña”, así como sus  realidades correspondientes. Sobre todo, la cuestión de fondo consiste en determinar cuál es el criterio adoptado para establecer ese escalafón graduado del mundo y de la vida. De hecho, una determinada descripción de una parcela del mundo es primordialmente una proyección de la concepción personal que se tiene de la realidad. Lo que ocurre es que determinados individuos, llevados por  sus delirios de grandeza o de mesianismo, intentan convencer a los demás de que su modo de ver las cosas es el mejor, el más acertado y el único sostenible.
Dentro ya de esa dinámica evaluadora del mundo, surge como fruto maduro todo un cúmulo de términos, enunciados, conceptos, principios y ámbitos venerables y sagrados, que se nos inculcan desde la niñez como indiscutibles. Así, por ejemplo, “salvación”, “patria”, “dios”, “monarquía”, “ley”... Estas y otras muchas palabras no sólo pretenden revestirse de un cierto carácter inviolable, sino que pueden ser empleadas indiscriminadamente por cualquier grupo o tendencia, aun con intereses contrapuestos y objetivos muy divergentes. Al final, el individuo acaba aplastado por su peso y por el temor que le producen tales tótems improfanables. Sin embargo, basta analizar algunos sermones religiosos, programas políticos o ciertas promesas hechas durante una campaña electoral para caer en la cuenta de que no pocos de ellos están preñados de grandilocuentes expresiones, vacías de contenido real. La historia de las grandes palabras está repleta de atronadores partos de los montes: hacen mucho ruido, pero cuando se las quiere tocar y escudriñar su contenido, son simples pompas de jabón.
Llama la atención también que algunas de las grandes palabras (“Estado”, “Dios”, “Papa”, “Iglesia”, “Patria”...) se sacralicen hasta el punto de ser escritas con mayúscula. Las mayúsculas tienden a engullir la realidad de las vivencias concretas, a cambio de nada, a la vez que fagotizan a los seres humanos de carne y hueso.
A los adictos a las grandes palabras el grupo de pertenencia les otorga identidad, a la vez que suple su falta de densidad personal. Tales sujetos constituyen un peligroso fenómeno social, pues no se limitan a vivir como consideran oportuno, sino que ponen su máximo empeño en que los demás, quieran o no quieran, por las buenas o por las malas, se atengan a sus esquemas de conducta.
Sin embargo, probablemente estas cosas no ocurren por azar. Probablemente hay gente encargada de mover los hilos de la intolerancia y del fanatismo, de manipular las fuentes de información, de desparramar bulos y medias verdades por doquier, de amedrentar las mentes y los corazones de los seres humanos en su propio beneficio. Es gente que profesionalmente vive del miedo. Su negocio y su labor dependen de que su clientela tenga miedo. Para ello necesitan mostrar un fetiche, al enemigo, al Mal, fuente de todos los males: sólo el grupo propio es capaz de transformarlos  milagrosa y automáticamente en defensores y adalides del Bien. Sólo Dios y la Historia pueden juzgarles... Todo lo que se les oponga es una amenaza potencial o real contra el Bien.
En realidad, el mayor peligro para la pervivencia de las grandes palabras es que los seres humanos lleguen a pensar  por sí mismos, duden, se pregunten, cotejen, se informen, critiquen... Sin embargo, pocas veces se favorece desde el poder al pensamiento, mucho menos el pensamiento crítico, y más bien se suele tender a aquietar, a adormecer, a anestesiar. Y lo mismo ocurre con otras instituciones que, no siendo directamente instrumentos oficiales del poder, ejercen de hecho la más imponente de las dominaciones: la de las conciencias. Así se explica cómo en buena parte de las guerras, conflictos, fanatismos, odios, traiciones o enfrentamientos enquistados, haya estado la religión de por medio.
Por otro lado, parece obvio que el rango o grado de relevancia de las grandes palabras no depende de las cosas mismas que presuntamente denotan, sino primordialmente de las personas que las utilizan.  Así, por ejemplo, el sentido real y concreto de un lema como “orden, seguridad, bienestar” depende de quien lo haya ideado y de quien lo reciba, pues por sí mismo tal lema es radicalmente eunuco: depende de en qué manos caiga para ser utilizado o esgrimido en un sentido u otro.
Es asombroso cómo a veces nos dejamos embaucar y amargar por las grandes palabras. Hay quien sueña, por ejemplo, con encontrar un día al gran Amor de su vida (guapo, inteligente, simpático, cariñoso, rico, alto y con los ojos verdes...), pero al comparar su ideal con la persona de carne y hueso que vive a su lado o le declara su interés, se le cae el mundo encima y se siente profundamente desgraciado y frustrado. Al desear lo perfecto, nos amargamos los buenos momentos de cada día. Al aspirar a la actividad profesional ideal, nos sentimos cada jornada desgraciados y explotados. Al no poseer una gran belleza, nos vemos feos o “poco” guapos. Al no haber Justicia en el mundo, nos lavamos las manos ante la posibilidad de ser justos en nuestro entorno...

A veces, las grandes palabras matan lo bueno en nombre de lo perfecto.

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