miércoles, 5 de octubre de 2011

Autoridad y veracidad del profesorado


Publicado hoy en El periódico de Aragón

Al parecer, el Gobierno aragonés tiene el propósito de presentar antes de que acabe el año una Ley de Autoridad del Profesor que convierte al docente en autoridad pública. Ello implica, entre otras cosas, que el profesorado gozaría de presunción de veracidad
Acudo de inmediato al diccionario de la RAE, y me encuentro con que “veracidad” significa “cualidad de veraz”, y a su vez, “veraz” es la persona “que dice, usa o profesa siempre la verdad”. En otras palabras, el principio de veracidad hace que una persona se tenga como veraz sin que aporte prueba alguna y que su palabra prevalezca sobre la persona que no lo disfruta, si esta no aporta pruebas.  Sin embargo, en nuestro país una persona a la que se le presumiere tal veracidad (por ejemplo, un profesor) debería conciliar tal prerrogativa con el principio constitucional (artículo 24.2) de la presunción general de inocencia, que declara inocente al denunciado hasta que se demuestre lo contrario. Más aún, ateniéndonos a la jerarquía legislativa, la presunción de inocencia es jerárquicamente superior y prevalece sobre cualquier presunción de veracidad.
El hecho es que algunos grupos políticos y sindicales insisten en la necesidad de “reforzar la figura del docente”, dotándole de herramientas disciplinarias que garanticen la protección jurídica en su labor como autoridad pública y a la vez refuercen “la consideración y el respeto por parte de los alumnos, padres y otros profesores”, tal como reclaman algunos sindicatos de corte netamente conservador. Crece la opinión de que la enseñanza está sufriendo un grave deterioro debido a la merma de disciplina y respeto por parte del alumnado y sus familias, o a la falta de reconocimiento de la figura del profesor, y piden como solución un mayor reconocimiento social y un reforzamiento de su autoridad.
Por “autoridad” suelen entender ante todo potestad para imponer el orden y para sancionar a los alumnos más difíciles o recalcitrantes. Confunden así la auténtica autoridad con un elenco institucional de automatismos sancionadores que posibiliten que cualquier problema quede borrado a golpe de reglamento.
Sin embargo, etimológicamente, la palabra “autoridad” proviene de los términos latinos auctor y augere: hacer crecer o aumentar. El auctor, quien tiene autoridad, es, pues, fuente u origen de algo, y está relacionado con engendrar, dar vida, hacer que alguien o algo se desarrolle. Según esto, la autoridad no se otorga desde fuera propiamente, sino que se ejerce y va haciéndose dinámica y constantemente en la medida en que alguien crece y se desarrolla.
La verdadera autoridad o la auténtica veracidad no se imponen, sino que se reconocen. Es en la persona misma de quien tiene autoridad donde residen la dignidad, la valía para que se acepte y se reconozca en ella libremente esa autoridad. Quien quiere imponer autoridad sólo por  coerción está admitiendo que no le quedan otros instrumentos para hacerlo. Un profesor puede ejercer esa autoridad por estar legitimado legalmente para cumplir unas funciones que le son institucionalmente reconocidas. En este sentido, nadie discute que tiene autoridad, tiene el mando, tiene la potestad de imponer orden o hacerse respetar. En el mundo educativo, sin embargo, ese tipo de autoridad sirve para casos o situaciones extremas, pero reivindicarla como principal solución puede ser síntoma de incapacidades e impotencias personales e institucionales poco deseables.
La educación debe buscar formar y desarrollar personas y ciudadanos,  lo cual conlleva fomentar su libertad y responsabilidad. A veces puede ser frustrante constatar las dificultades que esta tarea conlleva, especialmente cuando un profesor asegura que lo único que tiene que decir y hacer en un aula es enseñar su asignatura, por lo que cree que a quien no está interesado en estudiarla y aprenderla sólo le queda  callar y no molestar o, en caso contrario, sufrir la sanción correspondiente.
Ciertamente, algunos alumnos parecen desconocer las reglas elementales de convivencia y no haber pasado por un proceso de socialización básica. Esos alumnos deben tener claro a fin de cuentas que han de respetar las reglas comunes de un colectivo, pero eso no sucede de la noche a la mañana, por ciencia infusa, más cuando en algunas de sus casas eso se cumple poco y deficientemente. A pocos de esos alumnos les vale realmente la autoridad como imposición de reglamentos y sanciones. Sin embargo, esos alumnos, como todos los demás, reconocen y agradecen la autoridad de quien sabe, aprecia, valora, anima. Más aún, muchos de esos alumnos descubren por primera vez en sus vidas que hay alguien que a la vez enseña unos contenidos, establece unas normas de convivencia, se interesa por sus vidas, crea una corriente de aprecio y los anima a ir desbrozando su propio camino, y no sólo el camino general que está prefijado a priori para todos sin excepción, sin otros matices.
Personalmente, no suscita en mí mucha confianza quien necesita una ley para asegurar su veracidad o su presunta autoridad.

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