
En esto que llamamos “España” conviven varias Españas, algunas de las cuales piensan y actúan como si el resto sobrara o estuviese equivocado.
De hecho, viviríamos y conviviríamos mejor si aceptáramos que el menú político que deseamos para comer no es incompatible con que al vecino de arriba le gusten los caracoles con tomate y el vecino de abajo, en cambio, sea vegetariano. Vivimos en un país que parece reprimir a duras penas desde hace muchos siglos una pulsión congénita al cainismo, al enfrentamiento exclusivista, a convertir la vida en una película de buenos y malos. Deberíamos irnos acostumbrando a que “los otros” constituyen una alternativa política, social y económica diferente, pero no por ello son el enemigo a elimina
Más de 14 millones de españoles no hemos votado al PP, lo que no significa, a pesar de los desvaríos mentales de algunos de sus dirigentes (Aznar, Rajoy y otros populares autóctonos que en Calatayud rieron y aplaudieron las sandeces del exPresidente), que el 64 % de los votantes españoles hayamos contribuido a meter a ETA y a los terroristas en las instituciones. Haciendo quizás un alarde de optimismo, es de esperar, pues, que, terminadas las elecciones locales, los populares olviden ya sus admoniciones apocalípticas y sus particiones maniqueas del país y del mundo.
Al ciudadano le interesa sobre todo que las instituciones y servicios públicos funcionen bien, que su entorno sea acogedor y cuidado, y que los gobernantes sean honrados. A eso, y no a otra cosa, deberían dedicarse nuestros representantes con el apoyo crítico de la ciudadanía y la mirada vigilante de una oposición sensata