domingo, 24 de agosto de 2008

La cultura del desierto

Un bicho se coló en mi mente a través del libro de Robert M. Sapolsky, El Mono Enamorado (Paidos) y me planteó si las distintas culturas y formas de vivir en el mundo dependen también del clima y del ecosistema en que se vive. En otras palabras, si mucho de lo que pensamos, creemos, hacemos, tememos y esperamos se origina en el ámbito natural donde vivimos y en las necesidades encontradas en ese entorno.

Sapolsky diferencia básicamente dos tipos de sociedad, pertenecientes a dos ecosistemas diferentes: una, formada en bosques lluviosos tropicales y otra, en los desiertos. Las culturas procedentes de los bosques, donde hay miles de plantas y seres vivos, tienden al politeísmo, y en ellas proliferan en equilibrio centenares de espíritus y divinidades. En las sociedades procedentes del desierto, en cambio, se aprende ante todo lo arduo que es sobrevivir y lo duro que es el mundo, reducido a unas pocas cosas elementales y escasas. En éstas se forja el monoteísmo, un dios único, intervencionista y controlador, que elige a la propia tribu o clan como pueblo predilecto frente al resto de las tribus y clanes que luchan entre sí por no sucumbir ante la escasez. El dios del desierto cuenta con demonios, santos y ángeles, jerárquicamente estructurados; esta jerarquía, rígidamente establecida y consolidada, queda fijada también en la estructura social del pueblo del desierto que supuestamente fue designado como el pueblo elegido por el mismísimo dios.

En la cultura del desierto se promete y espera la obtención de una vida gloriosa después de la muerte, pues la felicidad ha de ser pospuesta, aceptando la dureza de la vida actual. La estratificación social es allí fija e inamovible, aunque después todo ello puede derivar, a través de sus descendientes, en competitividad, guerras preventivas, lucha contra el Eje del Mal, autodeclaraciones como “novios de la muerte” o mastodónticos funerales por los caídos por la patria. Con todo ello, el desierto avanza y se extiende.

Otra constante en la cultura del desierto, según Sapolsky, es la creencia en la inferioridad de las mujeres. La mujer tiene allí un solo doble estatus aceptable: o ser virgen o ser madre; además de esto, y de ocuparse de las tareas de la casa, la mujer solo tiene la función de obedecer y servir al hombre.

Sin incurrir, obviamente, en la excesiva generalización a la que conduciría el planteamiento de Sapolsky, el panorama que ofrece el mundo actual no anda demasiado desencaminado respecto de sus conjeturas: nuestro planeta está dominado por culturas euroasiáticas originarias del desierto. y han extendido la devastación por todas las tierras objeto de su codicia y las culturas ininteligibles para su ciego etnocentrismo. Los continuadores de la cultura del desierto llevan más de cinco siglos subyugando y eliminando a las culturas y poblaciones nativas de África, América y Oceanía, con la pretensión de imponer su forma de vida y su cosmovisión como únicas y auténticas, desde la demencia de la superioridad de su raza.

Vivimos en un planeta dominado por la cultura del desierto. Vivimos en un mundo judeo-cristiano-musulmán, donde imperan las palabras escritas en mayúscula (Verdad, Paz, Democracia, Libertad, Dios, Patria, Familia, Orden, Seguridad…), que a menudo acaban apareciendo como embustes y engaños. En la cultura del desierto se busca el poder y la supremacía sobre todas las cosas y países, se tiene la certeza ciega de que su dios es el único verdadero, que les ha hablado en su libro sagrado y los ha elegido como pueblo de sus preferencias.

En la cultura del desierto son tan afables con los adeptos, como represivos con los disidentes y restrictivos con sus ideas. Hicieron desaparecer a decenas de millones de indígenas, despreciando su cultura y su sensibilidad con el mundo, pues los creían inferiores por naturaleza; esclavizaron a cuantos se les antojaron, bajo la bendición de sus dioses, bajo los cánticos de sus rabinos, obispos y ayatolahs. En el mundo del desierto es habitual que el fin justifique los medios si todo ello va en propio beneficio, al igual que allí priman la ley del más fuerte y la eliminación del enemigo (disfrazándolo de hereje o terrorista o de lo que caiga).

Los descendientes del desierto han diseñado actualmente unas cuantas guerras en su propio provecho, mientras mueren inocentes bajo el silencio de la mayoría. Desde la cultura del desierto se reparte hambrunas y desesperanza, muerte y roña, miseria y explotación. Ahora algunos señores del desierto se han vuelto contra otros señores del desierto, los han declarado enemigos de la humanidad mientras los domingos asisten a sus celebraciones religiosas donde agradecen a su único dios verdadero lo maravilloso que es el mundo. Sin embargo, todos los señores del desierto son iguales. Todos. Como sus dioses.

lunes, 11 de agosto de 2008

Ser y tiempo

Vivimos dentro de un sistema, cuyos engranajes están perfectamente engrasados y ensamblados. En ese sistema somos abogados, comerciantes, profesores, pensionistas, mecánicos, vendedores de seguros, estudiantes, médicos, fontaneros, periodistas, torneros, policías, transportistas, camareros… Unos se consideran más importantes y útiles que otros por su profesión, otros se sienten más desgraciados que otros con su actividad profesional. Pero, en cualquier caso, todos quedamos identificados, provistos de una determinada identidad.

El sistema se encarga asimismo de que la identidad personal y profesional de un individuo quede baremada por su función común dentro de la sociedad: somos ante todo consumidores, y la grandeza de una persona se mide por la magnitud de su capacidad de comprar y cambiar bienes de consumo. Una profesión bien encauzada conduce a unas determinadas cotas de consumo, mayores y/o menores que otras. Eres lo que tienes y puedes comprar. Vales lo que tienes y puedes comprar.

La adscripción a un determinado estrato social, la inclusión en un estatus más o menos elevado lo dicta el sistema, marcado por el agujero negro del consumo, capaz de engullir cuanto se le ponga cerca. Una profesión no es sino un medio de poder consumir hasta un determinado límite. La valoración social de alguien viene dada ante todo por su capacidad para comprar mucho o poco. El sistema mide la excelencia de una persona por la cantidad de dígitos de su cuenta corriente.

El sistema nos lo va inculcando desde que nacemos y por cualquier medio: somos lo que tenemos. Somos más si podemos comprar más. Lo tenido, lo poseído es sobre todo algo que confiere identidad social, que diferencia del resto, que otorga prestigio. En la medida que tengas más que otros, serás blanco de su envidia, su admiración y su, al menos aparente, respeto. El sistema ofrece modelos sociales que revuelven las vísceras de tristeza y de asco: salen casi todos los días en la tele, no tienen nada que decir porque les falta aún el previo paso del pensar, están huecos por completo, pero narcotizan a quienes tienen un poder adquisitivo insatisfactorio. Y, mientras, las colas en los puestos de apuestas y loterías no tienen fin.

El sistema esquilma lo más valioso del ser humano: el tiempo. Finalmente, con tanta tarea, tanto plan, tanto proyecto, tanto plazo, tanta hipoteca y tantas obligaciones no tenemos tiempo para nada. Hace unos días, mientras paseaba una mujer por el Parque Grande zaragozano, disfrutando de de los muchos rincones y parajes que depara este magnífico parque, exclamaba: “¡Vaya, llevo todo el día sin hacer nada”. El tiempo se torna así un mero vehículo para otras cosas, para otros fines. Esporádicamente, cual oasis en un ilimitado pedregal, el tiempo se transforma en ocio: fines de semana, puentes, vacaciones… Los ricos son envidiados sobre todo por el ocio potencial de que son capaces. Sin embargo, el propio sistema ya se encarga de tener especialmente atareados también a los que más tienen: de hecho, muchos de ellos son los que menos tiempo tienen. En ese sentido, hay ricos realmente muy pobres.

El tiempo es nuestro mayor tesoro. Nos permite el encuentro imprescindible con nosotros mismos, nos ofrece la oportunidad de estar realmente con los demás, que nada tiene que ver con estar espacialmente juntos. El tiempo nunca se detiene, pues consta de sucesivos momentos durante los que podemos percibir serenamente el sabor y la densidad de cuanto está a nuestro alrededor, se cruza en nuestro camino o penetra en nuestro interior. Si estamos preocupados por lo que va a venir, el tiempo se desvanece en un futuro que solo es humo. Si quedamos fijados en lo ya pasado, el tiempo queda convertido en recuerdo inamovible, imposible de retorno. El tiempo nos regala el plácido descanso en el instante, la vibrante vivencia del presente. Si sabemos valorar el tiempo, vivimos auténtica y plenamente.

A pesar de lo que pueda pretender el sistema, el tiempo nos abre la perspectiva de lo que realmente somos: más allá de nuestra capacidad de compra y de consumo, por encima de nuestras señas de identidad social como profesionales, somos personas que quieren, deciden, piensan, aman, disfrutan, saborean la música y el arte, saben que otro mundo es posible y luchan por él. No solo somos productores y consumidores, pues sobre todo somos seres humanos. Tu identidad consiste en lo que eres, no en lo que tienes ni en lo que los demás dicen que eres.

Quizá el Informe Pisa sobre educación en nuestro país debería baremar principalmente nuestra capacidad de generar ciudadanos libres, responsables, autónomos y razonables. Quizá en la nueva Encuesta Mundial sobre Calidad de Vida los principales conceptos deberían estar encaminados a llevar una vida buena y una buena vida.