jueves, 3 de enero de 2008

Para pensar sobre un cambio de dígito: 2008


Pasa el tiempo. Un año más celebrando un nuevo año, también el acabamiento de otro que hace 365 días se recibía como nuevo. El mito de la renovación cíclica de lo viejo ha vuelto a hacer su aparición.

Pasa el tiempo. Aparecen las felicitaciones, los parabienes, los buenos propósitos para el nuevo año: se tiene la sensación de que por arte de magia uno se queda desembarazado de todo lo indeseable y desventurado que ha ido soportando en el pasado, y que un nuevo dígito -2.008- ofrece la oportunidad de empezar de cero, renovado. El tiempo pasa y por unas horas se celebra colectiva e individualmente la ficción de que los 365 días venideros pueden ser muy diferentes, pues se presentan ante nuestros ojos como una hoja en blanco, inmaculada, donde podemos reescribir nuestra vida según nuestros deseos.

Pasa el tiempo, y va escribiendo, indeleble, nuestra propia biografía: nos va mostrando la fotografía exacta de lo que hasta el momento hemos hecho con nosotros mismos. El tiempo, si lo escuchamos quedamente y en son de paz, nos dice quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos hasta el momento, si no decidimos variar el rumbo. El tiempo se percibe en silencio. Por eso armamos la algarabía que armamos con las campanadas de Nochevieja/Año Nuevo: entre confetis, cava, ruido, música, baile, cena, uvas, besos, llamadas y mensajes enviados y recibidos, ropa estrenada para el evento, regalos, turrón, tele, fuegos artificiales…, el tiempo corre el riesgo de recibir un tortazo para hacerlo callar, ya que no podemos silenciarlo, hacerlo desaparecer.

Hacemos planes para el año nuevo como si fuese un calendario de papel en nuestras manos, como si realmente lo tuviésemos a nuestra disposición, en el bolsillo. Pretendemos atisbar el futuro como si fuese un paisaje a nuestro alcance; nos empeñamos en querer apresar el tiempo por quinquenios, por decenios, planificarlo, embutirlo, ajustarlo según nuestros proyectos, convertirlo en un objeto o en una cosa más. Sin embargo, el tiempo pasa y desvela que es puro fluir, pero no una cantidad que puede guardarse en una cuenta de ahorro. El tiempo pasa, fluye sin cesar, y en él devenimos todos. Heráclito decía que la vida es devenir, fluir, algo así como el agua de un río que nunca descansa (de ahí su afirmación de que no podemos bañarnos nunca en el mismo río). Pretendemos objetivar el tiempo en años, siglos, semanas o minutos, pero el tiempo, como la vida misma, es puro devenir.

Más allá de la celebración de un nuevo año, podemos descubrir con lúcido y sensato sosiego dónde habita lo más valioso de la vida: el instante. El pasado y el futuro no dejan de ser proyecciones mentales de uno mismo, que solo se harán realidad si y cuando se hagan presentes. De hecho, el auténtico tesoro a nuestro alcance es el instante, cada momento. Es allí y sólo allí donde palpitan la amistad, la hermosura de una melodía, la percepción gloriosa de la persona que está respirando a nuestro lado, tantos sabores, sonidos, colores y tactos. Cada instante es un ingente cúmulo de realidades concretas, maravillosas y dolorosas, neutras, aburridas o apasionantes, que podemos metabolizar y asimilar o, por el contrario, ignorar o tirar al cubo de los desechos.

No son pocos los que viven en la ilusión de ser inmortales (de no ser realmente mortales), de quedar anclados en un pasado que jamás vuelve o en un futuro que quizá no llegue nunca, de invertir todas las energías en lo que más tarde quizá descubrirán que son pompas de jabón, por las que hipotecan cuanto sea necesario para hacerlas realidad. Tal actitud tiene además un coste muy alto: pasar por la vida casi sin instantes, sin cada uno de los momentos presentes que componen el tiempo y la vida, llenos de matices, sorpresas y emociones, dolor y ternura, pasión y quietud. Queman el instante por unas metas de las que no tienen garantía alguna de poder llegar, por falta de tiempo (en el sentido más inmediato y directo de la expresión: pierden su tiempo, echan a perder su vida).

Ciertamente, tenemos memoria para poder planificar y recordar, para enriquecernos con las experiencias propias y ajenas del pasado, para esforzarnos por llegar a ser personas y ciudadanos cabales dentro del entorno sociocultural concreto donde nos ha tocado existir. Sin embargo, hemos de poner también empeño en no echarnos a perder como humanos al ir echando a perder cada uno de esos instantes de los que consta nuestra vida. Buen año. Buena vida. Vida buena.

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