No es cuestión de alardear, pero llevo cuarenta años teniendo y/o manteniendo relaciones sexuales y han sido bastante placenteras. Generalmente han estado “disociadas de la procreación”, pero no por ello he banalizado el sexo: por el contrario, lo he tenido siempre en gran estima y tratado con mucho esmero, pues proporciona momentos estupendos y gratificantes. Incluso creo que lo he acompañado siempre de dos de los elementos que más caracterizan al ser humano: la libertad y la responsabilidad. No, no he banalizado el sexo por “disociarlo de la procreación”, como afirma Alfa y Omega, la revista oficial del catolicismo madrileño, que cada jueves se distribuye con el diario ABC.
Tampoco he banalizado el sexo por tener y/o mantener relaciones sexuales “desvinculadas del matrimonio”, tal como afirma esa misma publicación. La sexualidad y el matrimonio no tienen por qué ser coincidentes, y mucho menos si por matrimonio se entiende matrimonio canónico, heterosexual, monógamo, eterno, católico y sacramentado. Resulta curioso constatar que esos mismos católicos creen que cuando uno de sus dioses decidió bajar al mundo de los humanos y hacerse hombre resolviera hacerlo sin sexo, mediante una doncella virgen, sin relaciones sexuales, pasándose por alto las ineludibles leyes de la naturaleza. Siguen afirmando esos católicos que ese dios encarnado nunca ejerció su sexualidad. ¿Acaso no es eso una verdadera banalización del sexo? ¿Por qué son precisamente quienes se abstienen de sexo los que pretenden regular y adoctrinar sobre el sexo?
Banalizar, según el diccionario de la RAE, significar “dar a algo carácter banal”, que, a su vez, significa “trivial, común, insustancial”. Y en el caso de que alguien haya banalizado el sexo, lo han hecho esos jerarcas católicos hispanos y sus adláteres. Pero la cosa pasa de castaño oscuro cuando en la citada revista Alfa y Omega se afirma que “carece de sentido considerar la violación como delito penal” si a pocos metros de distancia puede dispensarse en una farmacia una pastilla que “convierte las relaciones sexuales en simples actos para el gozo y el disfrute”. En primer lugar, sería magnífico que las relaciones sexuales condujesen siempre al goce y al disfrute, en lugar de ser en ciertos casos una forma forzada de rutina, sometimiento, dominación o humillación hacia la mujer o hacia los niños que están en colegios e internados. En segundo lugar, cualquiera que haya estado cerca de un caso de violación no puede menos que sentir estupor y asco ante semejantes afirmaciones y comparaciones perpetradas por la revista católica madrileña.
Como éramos pocos, además de parir la abuela, llega el señor Antonio Cañizares, ex jefe supremo del catolicismo español y hoy alto cargo en la Corte vaticana, que, aunque afea la conducta de los sacerdotes y clérigos irlandeses por los miles de casos de abusos de menores en escuelas e internados católicos, afirma que “no es comparable” con los millones de vidas destruidas con el aborto. Y sí, en algo tiene razón el señor Cañizares: abuso de menores y aborto no son comparables. Da la impresión de que algunos creen que la mujer que decide abortar lo hace con el mismo talante que dar un paseo por el parque. En realidad, cualquiera que haya conocido un solo caso de aborto sabe que es algo que nunca se decide a la ligera. El aborto es un derecho de la mujer, regulado por una ley proveniente del Parlamento y presente en todos los países del mundo desarrollado. El abuso de menores, en cambio, no es ningún derecho. El aborto no es constitutivo de delito ni en España ni en Gran Bretaña ni en Francia ni en Alemania, ni en Suecia ni en Norteamérica ni en otros muchos países del mundo. El abuso de menores sí es un delito y conduce a los tribunales, por mucho que después se lo quiera silenciar con enormes sumas de dinero. Tiene razón el señor Cañizares: abuso de menores y aborto no son comparables.
Afirma también Cañizares que el Gobierno socialista y su reforma de la actual ley de despenalización del aborto forman parte de un plan “para hacer una sociedad y una cultura totalmente nuevas”, basadas en el “desconocimiento de la verdad del hombre, de la dignidad de la persona y de los derechos humanos”, o sea, en el abandono de los principios sobre los que se asienta “la sociedad cristiano-romana”. Una vez más, llama la atención que, en un nuevo acto de hipocresía social y de manipulación política, el catolicismo español no se acuerde de que la actual ley del aborto estaba llevando a España al Armagedón moral también durante los pasados ocho años de mandato de Aznar y del PP. Y repasando la historia de España desde los visigodos hasta nuestros días, constituye un alivio y una liberación cualquier separación respecto de esa supuesta “sociedad cristiano-romana” tan añorada por Cañizares.
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