Publicado el 12 de julio en Izquierda Digital
Hace unos días, en la habitación de un hospital público hizo su aparición
un capellán católico, con bata blanca y su cruz bien a la vista. La enferma, en
estado terminal, pero consciente, le dijo educadamente que no quería sus
servicios y el capellán se fue por donde había venido, mas no sin entregarle
antes una estampa, en cuyo reverso se leía una oración a “la Virgen de la
Sonrisa” que, entre otras lindezas, decía: “Santa María, Madre de Dios y Madre
mía, me arrepiento de haber abortado a mi hijo (…) que ya me ha perdonado (…)
Intercede por todos los que han cooperado en el aborto: familiares, amigos,
personal sanitario y políticos… para que se conviertan y alcancen perdón. Acoge
en tu regazo de madre a mi bebé y concédeme reunirme con él y amarlo
eternamente en el cielo”. Aquella invasión en la intimidad y la vida privada de
una mujer de avanzada edad y en estado terminal pone de manifiesto, además de
la nula sensibilidad de aquel capellán católico (pagado por el Estado español
con el dinero de todos los ciudadanos), la obsesión reinante en mundo católico
por el sexo, la homosexualidad, los anticonceptivos o el aborto. En sus inicios
institucionales, en el seno de la cristiandad se asesinaba, condenaba, exiliaba
y guerreaba por defender que Jesucristo tenía una o dos naturalezas o si el
Hijo era consustancial al Padre. Desde hace ya tiempo, la dogmática, atada y
bien atada, ha dejado paso a la moral, principal, si no exclusivamente, a la
moral de cintura para abajo.
Antes, los cristianos se habían pasado tres siglos haciendo cursos
intensivos de supervivencia, pues algunas de sus ideas eran consideradas
incompatibles con el eclecticismo religioso sobre el que se asentaba el Imperio
Romano. Pero llegó Constantino y vio en el cristianismo la vía para unificar
ideológicamente el Imperio. A partir de la onírica leyenda formada en la
batalla del Puente Milvio, Constantino promulgó en 313 un Edicto por el que el
cristianismo era legal y quedaba despenalizado, hasta que su sucesor Teodosio
declaró en 380 al cristianismo única religión oficial del Imperio. De la
clandestinidad, primero, y la creciente relevancia oficial, después, la iglesia
Católica a partir de entonces toca poder a manos llenas. Sin embargo, a juicio de
Constantino, el cuerpo intelectual-ideológico de la nueva religión dejaba mucho
que desear, pues en su seno existían creencias contrapuestas que cristalizaban
en conflictos y enfrentamientos encarnizados entre las distintas facciones
cristianas. De hecho, el asesinato de Hipatia de Alejandría tiene lugar en el
marco de la hostilidad cristiana contra el declinante paganismo y las luchas
políticas entre las distintas facciones de la iglesia católica.
Constantino tomó cartas, pues, en el asunto. Reunió a una serie de
obispos en un “concilio” y tras 300 años se dictaminó oficialmente por primera
vez que Jesucristo era dios, contra el arrianismo, que afirmaba que solo era un
hombre. A partir de ese momento, en concilios sucesivos, el poder civil y el
religioso, codo con codo, fueron tejiendo el intrincado entramado dogmático
recogido en el “Credo” católico: divinidad del Espíritu Santo (381), virginidad
de María, madre de dios (431), Jesucristo, dos naturalezas en una persona
(451), la Trinidad (553).
Posteriormente, tras 1.500 años de cristianismo, se sistematizó como
dogmas una serie de creencias y costumbres en el concilio de Trento (1545-1563),
para ir languideciendo lentamente la actividad dogmática de la iglesia
católica, salvo algunos flecos: Inmaculada Concepción (1854), Infalibilidad del
Papa (1870), Asunción de María (1950). La iglesia católica llevaba varios
siglos sin apenas “definir” algo, especializándose en condenar todo movimiento
o ideología que contraviniera en algo su entramado dogmático: por ejemplo, el Syllabus Errorum de 1864 condena, entre
centenares de “errores más”, el
panteísmo, el evolucionismo, la enseñanza mixta, el laicismo, el naturalismo,
el racionalismo, el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, el liberalismo,
etc.…
Con el tiempo, la iglesia católica ha ido tomando una deriva que es común
a las instituciones ya muy esclerotizada: ya no se habla de dogmas, no interesa
la elaboración intelectual de las ideas, sino que se hace hincapié en el
terreno de la moral, de “su” moral. Así, en el ámbito de la moralidad han
elaborado sus propias reglas, mostrando básicamente especial preocupación por
la moral que discurre de cintura para abajo. Por ejemplo, ateniéndonos a lo que
escriben y predican los obispos católicos hispanos, sus intereses primordiales
giran alrededor de la sexualidad, principalmente para criticar, denostar y
condenar. Lanzan sus invectivas contra las relaciones sexuales
prematrimoniales, contra la búsqueda del placer sexual y la satisfacción de la
libido al margen de los fines reproductivos. Relegan al ostracismo sexual a la
persona homosexual, pues para ellos cualquier manifestación y práctica sexuales
atentan contra los principios básicos de la ley natural. Incluso muy
recientemente, el jefe supremo del catolicismo en Alcalá de Henares ha editado
una guía práctica para “curar la homosexualidad” e invita a las personas gays a
leer textos bíblicos que condenan esa “perversión”. Lanzan también sus huestes
a la calle en defensa de lo que conciben como familia verdadera y presentan el
aborto y el derecho a decidir de la mujer como la peor de las plagas morales de
la humanidad contemporánea. Los anticonceptivos son vitandos y execrables, e
incluso llegan a la aberrante postura de prohibir moralmente el uso del preservativo
en los casos de grave riesgo de contraer el sida.
Sin embargo, callan, por ejemplo, ante los casos de abusos sexuales de
niños y de niñas a manos de curas y clérigos pederastas. Ratzinger cerró la
investigación y el proceso contra Maciel, fundador de los legionarios de Cristo
y abusador confeso de centenares de muchachos, debido “a su avanzada edad y
quebrantada salud”. Solo en Estados Unidos, según un estudio de la Junta
Nacional de Revisión, 4.392 sacerdotes fueron acusados del abuso sexual de 10.667
menores entre 1950 y 2002. En febrero de 2004, una investigación
revela que más de 4.000 sacerdotes norteamericanos se han visto envueltos en
acusaciones de abusos sexuales en los últimos 50 años implicando a más de
10.000 niños, la mayoría chicos. No hubo denuncias por parte de la iglesia
católica, que trató de encubrir a toda costa los casos más flagrantes, incluso
recurriendo al chantaje a las víctimas. Viendo la avalancha de indemnizaciones
que la iglesia católica norteamericana
debía pagar, optaron por la altruista postura de declararse en quiebra,
para que los juicios pendientes y futuros se resolvieran en cortes
federales de bancarrota. Así las cosas, pone los pelos de punta pensar qué ha
podido ocurrir en países tradicionalmente católicos como Italia y España.
El actual ardor moralista católico no impele, sin embargo, a denunciar o
combatir posturas y actos radicalmente contrarios a los derechos humanos y a
oponerse a los devastadores efectos de la crisis económica. Aún está por
convocar una manifestación dominguera de las huestes católicas españolas en
contra de los ingentes beneficios económicos de las entidades financieras y las
grandes empresas en nuestro país. Aún está por ver un obispo oponiéndose al
desahucio de una familia por no poder pagar la hipoteca de su vivienda. Aún
está por escuchar una condena de los gastos militares en el mundo, de la
explotación laboral de los niños en el Tercer Mundo, de la prostitución
infantil. Aún está por nacer una crítica a las guerras preventivas, a la política
de cuasi exterminio que Israel penetra contra el pueblo palestino, a los
paraísos fiscales y a un largo etcétera más de tropelías contra la ética
fundamental.
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