martes, 16 de marzo de 2010

Toros, BICs y otras tradiciones

A publicar mañana en El Periódico de Aragón

En el Parlamento de Cataluña estaban en pleno debate sobre las corridas de toros y los medios de comunicación recogieron las opiniones de algunos ponentes que habían intervenido aquella jornada. Entre ellos estaba Jesús Mosterín, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona y actualmente profesor de investigación en el CSIC, que argumentó su postura contraria a las corridas de toros, entre otras cosas, rebatiendo el tópico tantas veces utilizado de que la tradición justificaba histórica, social y culturalmente “ la fiesta de los toros”.

Mosterín vino a decir que en nombre de la tradición se habían perpetrado un sinnúmero de crímenes, tropelías e injusticias (por ejemplo, las torturas y asesinatos de la Inquisición o la ablación de clítoris en algunas zonas africanas). Al escucharle, pensé que aquel argumento (con independencia del resultado final que pudiere salir después en el Parlamento catalán) es sólido y al menos da que pensar. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: se armó un enorme guirigay en medios y tertulias porque Mosterín presuntamente había cometido el execrable crimen de equiparar el sufrimiento de un animal con el de un ser humano.

Me quedé estupefacto, pues, con un poco de objetividad, es obvio que el profesor no había dicho algo parecido, pero finalmente comprendí qué había pasado: contra la ausencia y carencia de argumentos, quedan en ciertos sectores de la sociedad celtibérica dos vías, ambas complementarias: en primer lugar, coger el rábano por las hojas, andarse por las ramas, de tal forma que finalmente la única realidad percibida quede muy alejada del verdadero asunto a debatir, para acabar, en segundo lugar, utilizando el argumento que suele obtener más éxitos entre espectadores, oyentes y lectores: la falacia ad hominen, con la que, más que argumentar, se intenta básicamente atacar o descalificar al adversario. Lo estamos viendo con frecuencia: ante el riesgo de resultar encausados y condenados, los corruptos y la ultraderecha se alían contra el juez que instruye la causa acusándolo de prevaricación, corrupción y todo lo que haga falta. Si están en entredicho los privilegios seculares del catolicismo en materia económica o de moral y costumbres, el ultramontanismo católico acusa a medio mundo de persecución religiosa.

Y sin embargo, los argumentos asentados sobre la racionalidad se mantienen en pie. Siendo respetable, en principio, la tradición, hasta las prácticas más alejadas de los derechos humanos, del sentido común y de la sensatez elemental pueden hallar origen y cobijo en tradiciones, culturas y costumbres ancestrales. Como botones de muestra, la lapidación, el empalamiento, las ejecuciones públicas, la esclavitud o el derecho de pernada han perdurado durante muchos siglos sin apenas crítica alguna y con el supuesto aval de que aquello era “de toda la vida”. De igual modo, si nos basamos en el valor intocable de las tradiciones, deberíamos seguir afirmando que la Tierra es plana, que la vida puede surgir de la materia inerte por generación espontánea, la inferioridad de la raza negra, la perversidad del pueblo judío o la mujer como subproducto de la naturaleza humana al servicio del hogar y la reproducción. De hecho, es posible hacer remontar todo ello a tiempos inmemoriales y a tradiciones ancestrales. Sin embargo, el ser humano es capaz de crecer como humano mediante el cultivo de su razón y el ejercicio de una autocrítica positiva. El ser humano puede renovarse si no teme examinar antes la costra que lo ha cubierto y lo tiene preso de sus supersticiones, pereza e ignorancia. El ser humano puede hacer de la tradición, acudiendo al origen latino de la palabra (traditio), un respetable vehículo de transmisión de todo lo valioso recibido desde el pasado, y no una traición (a la verdadera la cultura, a los derechos humanos, a uno mismo, como persona y como pueblo).

Pues bien, los mismos que propenden a las falacias ad hominen, los mismos que se aferran a las costumbres “de toda la vida” y a las tradiciones indiscriminadas, no solo tergiversan las declaraciones y los argumentos ajenos, sino que también construyen un enorme parapeto defensivo con los propios: no solo defienden a ultranza un espectáculo taurino, sino que lo declaran Bien y de Interés y Cultural (la semana pasada, un abogado solicitó formalmente que también la siesta sea declarada BIC). Y como otros consideran que se ha ultrajado a su Virgen al pedir algunos que no suene un himno católico en la plaza pública, en el Pleno municipal siguiente aprueban que la tradición de la Virgen del Pilar sea declarada Bien de Interés Cultural Inmaterial y, tras los correspondientes trámites, Patrimonio Mundial Inmaterial por parte de la UNESCO. Como el tango, la tapicería de Aubusson, el Carnaval de Negros y Blancos de Colombia, el Silbo Gomero, el desfile de la máscara ijele en Nigeria, o la música shashmaqom en Tayikistán. Salen raudos al combate: en Madrid, en Valencia, en Murcia, allí donde tenga cancha la sacrosanta tradición del santiagoycierraespaña. Son los mismos. Son los de siempre.

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