martes, 19 de octubre de 2010

La realidad mediática


Artículo a publicar mañana, miércoles, en El Periódico de Aragón

Siglos y siglos han pasado filósofos y pensadores en general  preguntándose en qué consiste eso que llamamos “la realidad”, pero desde hace unos años ya lo sabemos con plena certeza: real es solo lo que aparece en televisión, lo que ocupa los espacios de los medios de comunicación. Algunas cosas más existen tenuemente solo para unos cuantos minúsculos humanos de algún rincón del planeta, es decir, se esfuman en la nada de lo insignificante, pues no aparecen jamás por mucho que zapeemos ante el televisor. La realidad es lo que marcan los programas de las cadenas televisivas, los tertulianos de la radio, los jefes de redacción de la prensa. Es ahí donde se determina el grado de realidad que posee cada cosa, cada suceso, cada posible noticia.
La semana pasada pudimos presenciar el portentoso advenimiento al mundo real de un hiperbólico rescate final de 33 mineros chilenos de una mina de cobre ubicada en el corazón del desierto de Atacama, bajo la supervisión de centenares de técnicos y de 2.000 periodistas de todo el mundo, de tal forma que aquel agujero en un desierto perdido se convirtió en una mastodóntica realidad mediática (perdón por la redundancia, pues, al parecer, no hay otra realidad en el mundo), en un inmenso plató de televisión.
Ni que decir tiene que nos hemos alegrado por el final feliz del rescate y de que esos 33 hombres enterrados bajo casi 700 metros durante dos meses hayan podido ver de nuevo  la luz del sol y abrazar a sus seres queridos. Con ellos, sin embargo, ha emergido también, en plena desnudez, la condición humana más primaria. Unos mil millones de telespectadores han seguido la transmisión en directo del rescate, y han asistido a un curso intensivo de cápsulas de rescate, apoyos logísticos, cables y perforaciones. Como las grandes cadenas y medios de comunicación, así como importantes empresas, han invertido enormes sumas de dinero que deben amortizar con beneficios, en aquel sitio perdido del desierto de Atacama afloraron automáticamente el mercado y el mercadeo. Mineros y familiares aprendieron rápidamente que las entrevistas se hacen por dinero y al mejor postor, y la publicidad de esos medios y la codicia de esas empresas se abalanzaron sobre aquella gente para inocularles la fascinación de los dólares ganados por unas fotos y unas preguntas. De trabajar horas interminables por cuatro cochinos pesos conocieron rápidamente el dinero mágicamente fácil. De vivir en la zozobra y el olvido pasaron a recibir prodigiosas invitaciones a visitar el Santiago Bernabéu o hacer un crucero por las islas griegas. De hecho, en medio de la euforia, algunos salían, hincaban sus rodillas en tierra, se santiguaban y agradecían semejante chaparrón de buenas noticias.
Lo que ya no cuenta nadie es que dentro de pocas semanas esa  gente y esa mina volverán a vivir en la pobreza y en la dura supervivencia. Volarán al limbo de los vagos recuerdos de lo que un día fue maravillosa realidad (mediática), allí donde dormitan, por ejemplo, la llegada de Armstrong y Aldrin a la luna o la hipnótica visión de los primeros verduzcos bombardeos a Irak, emitidos, por supuesto, en directo. Sin embargo, no se podrá recordar lo nunca visto u oído, lo que apenas se ha dado a conocer: por ejemplo, las condiciones penosas de trabajo de esos 33 mineros chilenos rescatados (“inhumanas”, declaró el primer rescatador que bajó al yacimiento y también el último en salir de la mina). Esas cosas son poco presentables, el telespectador no quiere escenas desagradables, solo espera el éxito y la traca final. Por consiguiente, eso no se muestra, ni se escribe, ni se dice. Eso no aparece. Eso no existe. Eso no será nunca real.
Somos todos tan humanitarios que, nada más salir, cada minero recibió unas flamantes gafas de sol. Por supuesto, la firma norteamericana que las fabrica y distribuye (200 dólares/unidad) se encargó de que el mundo conociera su generosidad. De paso, algunas cadenas televisivas ganaban más de 40 millones de dólares en publicidad. Esas gafas de sol eran reales para mil millones de telespectadores, pero jamás lo ha sido que en la última década mueran 34 mineros chilenos al año y otros miles más en el mundo. Pero todo ello pertenece al universo de las minucias, comparado con la rutilante realidad televisiva del rescate de esos 33 mineros.
Cada año, 10 millones de niños (uno cada tres segundos) mueren en el mundo sin haber cumplido cinco años; el 99% en países en vías de desarrollo. Pues bien, done usted cien euros para vacunas y medicinas. Son baratas: 15 céntimos contra el sarampión, 30 céntimos para tratar la neumonía con antibióticos, 40 céntimos contra el tétanos, 50 céntimos para sales de rehidratación contra los efectos de la diarrea... ¿Televisaría alguna cadena, aparecería en algún diario ese rescate por cien euros de unos centenares o miles de niños de una muerte segura? Los hechos hablan por sí mismos: nunca llegará a ser realidad (mediática).

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