PUBLICADO el 18 de diciembre EN EL HUFFINGTON POST
Echo un vistazo a los aparatos y cacharros
que tengo en casa y todos parecen estar condenados a una muerte pronta, que no
será llorada por nadie, pues se van silenciosamente de nuestro entorno sin que
tengamos que derramar una lágrima. Algunos llaman a este fenómeno obsolescencia
programada, desde el supuesto de que todo ha sido creado para que nos sea útil,
y su vida está calculada de antemano por el fabricante desde que están
ensamblando sus piezas para que pueda nacer en el mercado de las obsolescencias
programadas, donde todas han de morir pronto (inútiles, inservibles y no
funcionales) y podamos sustituirlas en
un plis plas por otras nuevas y tan condenadas a morir como las anteriores. Y
si algún loco pretende resucitar sus cacharros y aparatos llevándolos a
arreglar, procurarán disuadirle de tan demente ilusión, pues el arreglo será
siempre más caro que la compra de otro cachivache nuevo, más moderno, más
perfecto quizá, pero tan programadamente mortal como sus antecesores.
Suele señalarse como inicio de la
programación de los productos obsolescentes en masa el año 1924, en el que el
cartel Phoebus (básicamente, los tres fabricantes de bombillas más importantes
del mundo) acordó el control y la venta de bombillas mediante el
establecimiento de la duración máxima de una bombilla (1.000 horas de media) y
un precio mínimo de la misma, según la zona en que se vendiera. Así se inició
el endurecimiento del corazón de los humanos ante la muerte de un producto
obsolescente: ¿Se ha fundido una bombilla? Voy al cajón de un armario donde
tengo otras tres bombillas de repuesto. ¿No funciona la lavadora? Voy a la
tienda y compro otra que le da mil vueltas en tecnología y botones a la ya
fenecida. ¿Me ofrecen un móvil nuevo si cambio de operador telefónico? Regalo
el que tengo o lo llevo a un “Punto Limpio” de reciclaje, pues soy muy
ecologista y no lo tiro al cubo de la basura orgánica.
La música, la moda, la literatura, la
política, la tecnología, etc. van transformándose cada vez con mayor rapidez en
mercancías obsolescentes. Nuestras propias mentes están ensambladas dentro de
un sistema de obsolescencia programada por la que hasta el momento nos hemos
estado inclinando cíclicamente por el PSOE o el PP, González o Aznar, ZP o Rajoy,
o por otros subproductos quizá con defectos de fabricación que algunos seguimos
obstinados en votar.
Ahora nos enfrentamos a un grave dilema,
pues al parecer una parte considerable de la ciudadanía considera obsolescentes
a la rosa, a la gaviota y a los productos obsolescentes programados como
minoritarios (IU, UPyD, CiU, PNV…), mientras aparece en pleno proscenio,
rutilante, Podemos, lo cual nos plantea la madre de todas las preguntas: ¿Es
Podemos otro producto obsolescente programado para que la gente, cansada de
tanta obsolescencia, se ilusione comprando el ofertón de tres productos nuevos
por uno en el mercado de la obsolescencia? ¿Es, más bien, Podemos el producto
que cumplirá su promesa de acabar con la obsolescencia del país, del planeta y
de la galaxia entera?
Carezco de respuestas consistentes,
que superen a mi propia obsolescencia. Me limito, pues, a contar un cuento que
seguramente usted ya conocerá y que nada tiene de invención, pues es tan real
como el teclado obsolescente de este ordenador obsolescente donde estoy
escribiendo lo que usted lee en estos momentos. Había una
vez una bombilla de 60 watios (aunque dicen que hoy su potencia apenas supera
los 4) que lleva luciendo ininterrumpidamente desde hace 110 años en el cuartel
de bomberos número 6 de una pequeña ciudad californiana, llamada Livermore. No
pocos científicos se preguntan cómo una pobre y más que centenaria bombilla
esté teniendo tan larga vida (descontado que, por ser bombilla, ni bebe ni fuma
ni nada de nada).
Pues bien, quizá podemos ser como esa
bombilla de Livermore, pues hay algo en cada uno de nosotros que está más allá
de cualquier obsolescencia: la propia dignidad, refractaria a cualquier
programación, y los derechos fundamentales en los que reside nuestra propia
humanidad y nos identifica como humanos, obsolescentes, pero no idiotas.
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