Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón
Hace unas semanas, Carlos Carnicero escribía en estas mismas páginas que así como el 23-F condujo a una revisión de las estructuras democráticas de las Fuerzas Armadas, de igual modo el caso Garzón puede suponer otro 23-F en las estructuras del poder judicial. De hecho, las instituciones judiciales y su funcionamiento han estado hasta el momento muy poco abiertas a cualquier revisión y renovación, permaneciendo inalterables a los cambios habidos en el país y sujetas a los vaivenes de los intereses políticos e ideológicos.
Corrían los años setenta, iniciaba el despegue la “transición democrática” y como música de fondo permanente estaba el “ruido de sables”. Un día de abril de 1977 (el “sábado santo rojo”) el Presidente Adolfo Suárez legalizó al Partido Comunista de España: fue un acto de coherencia democrática del Gobierno de entonces, pero todo el mundo miraba de reojo y con temor al ejército, pues sobre todo sus altos mandos dejaban bien de manifiesto su irritación y su rechazo a que los comunistas fuesen legales en “su” España, por la que creían haber librado una “guerra de liberación”.
Al año siguiente, se nos atragantó el desayuno con la Operación Galaxia y sus planes abiertos de golpe de Estado. Se hicieron tristemente famosos Tejero e Ynestrillas, pero el resultado final fue algo más que inquietante: salieron de rositas e incluso alguno acabó ascendido. Tejero perpetró en 1981 el histriónico acto del 23-F, que a lo largo de aquella misma noche dejó al descubierto el trasero de no pocos capitanes generales y mandos. Tras un juicio ante un tribunal militar, todo fue diluyéndose entre brumas jamás despejadas. Armada, Tejero, Milans del Bosch y unos cuantos más (trama militar y civil, los llamaban) padecieron el más dulce de los castigos en prisiones militares de cinco estrellas. Como botón de muestra, el hipergolpista Milans fue indultado y puesto en libertad apenas ocho después, y sus restos mortales fueron enterrados, cumpliendo sus deseos, en la cripta del Alcázar de Toledo, como héroe de la defensa del Alcázar ante las hordas rojas.
En resumidas cuentas, siempre quedó claro quiénes cortaban realmente el bacalao. Hoy no hay ya ruido de sables. Para ello se ha pagado el alto precio del tocomocho al que nos sometió Felipe González con su “De entrada, no” y su referéndum sobre la OTAN, pero el hecho es que poco a poco, muy poco a poco, el ruido de sables ha ido cediendo el paso a otras melodías nostálgicas, cada vez más tenues. Por ejemplo, el 6 de abril del año en curso ha sido finalmente retirada una estatua ecuestre de la sede de Capitanía General de Valencia, para ser trasladada a una base militar en Bétera. Al parecer, para ciertos sectores militares y civiles, treinta años después, siguen siendo sus símbolos, sus puntos de referencia.
Ahora no hay ruido de sables, sino de togas. El juez Baltasar Garzón Real decidió investigar la desaparición de las víctimas de la dictadura franquista (entre 100.000 y 200.000), buena parte de las mismas a manos de Falange Española. Sobre la misma base de crímenes contra la humanidad, consiguió el arresto del sangriento dictador chileno Augusto Pinochet, así como la condena a prisión del militar argentino Adolfo Scilingo, por encima de cualquier Ley de Punto Final o de Amnistía en esos países. Las normas internacionales de derechos humanos y la propia Convención Internacional de Naciones Unidas dicen que los crímenes relativos a la desaparición forzada de personas no prescriben, por mucho que se empeñen ahora en aducir la Ley de Amnistía de 1977 para llevar al banquillo al juez que osa investigar tales crímenes.
Es el mundo al revés de José Agustín Goytisolo, con su lobito bueno y su pirata honrado. Un juez puede ser juzgado en un país democrático por investigar crímenes de lesa humanidad perpetrados en ese país. Un juez del Tribunal Supremo (de los quince miembros de este tribunal, diez han llegado a sus cargos jurando fidelidad a Franco) decide proceder contra un juez de la Audiencia Nacional por prevaricación. Un juez puede ir al banquillo de los acusados, puede resultar suspendido en sus funciones como juez, por investigar los crímenes del franquismo a instancias de algunos familiares de las víctimas. Quienes han interpuesto la querella se frotan las manos: el sindicato ultraderechista Manos Limpias y Falange Española de las JONS. De paso, quedaría eliminado el juez que ha instruido el caso Gürtel, una enorme red de corrupción, presuntamente vinculada a altos cargos del Partido Popular.
Entre tanta vergüenza propia y ajena, ante la estupefacción internacional, desde el desamparo en que quedan una vez más los familiares y allegados de las víctimas del franquismo, con el ruido de togas y el frufrú de tantos que atizan en el cogote en nombre de la ley y con cara de no haber roto nunca un plato, la ciudadanía se preocupa: si la judicatura colapsa, todo el país corre el riesgo de quedar hundido en el colapso
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