Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragon
Este país está cayendo cada vez
más en la crispación, la bronca y la depresión. Es como si no protestar por
algo fuese un delito contra el patriotismo y, aunque no les guste, progres y
conservadores han adquirido ya una pátina común que lleva a la sempiterna
pregunta celtibérica de adónde vamos a parar con todo lo que no les gusta. Unos
porque aún está Zapatero, otros
porque va a llegar Rajoy y otros, en
fin, porque pintan poco, arman un guirigay en el que el estribillo de fondo es
el mismo: no, no, no, no… no a todo, no a casi todo, no a lo que sea, pero NO.
De paso, quedan descalificados los políticos, los profesionales, los
sindicatos, los jóvenes, los profesores, los alumnos, los autónomos, los
heterónomos y cuantos osen ponerse por delante. Como la bronca y la crispación llegan
a ser descomunales y profunda la depresión consiguiente, los obispos predican
la reconquista de España en las manifestaciones que montan algunos domingos,
los cons y los necons proclaman la regeneración hispana desde valores eternos,
y algunos progres mandan emails todos los días voceando la revolución social.
Ciertamente, no es que este país
esté para lanzar cohetes, pero a este paso vamos a tener como jornada festiva
el Día de la Úlcera Gástrica Nacional de tanta mala leche y tanta
descalificación cruzada que pasa silbando entre nuestras cabezas. Por eso, hoy necesito escribir sobre el país
en el que vivo y trabajo. En este país hay una gran mayoría de gente honesta,
honrada, buena, leal, sincera y generosa que en ningún caso debe ser olvidada o
minusvalorada. Vivo en un país donde los médicos que me han atendido han
mostrado cada día su eficiencia y también su generosidad, y lo mismo puedo
decir de los abogados que me han aconsejado y ayudado, los electricistas que
han cambiado enchufes y colocado lámparas o los trabajadores de los gremios más
variados que han hecho reformas en mi casa. A pesar de tanta bronca y tanta
crispación y tanta depresión, toda la gente dedicada a la política que conozco
es honesta y de fiar, e incluso algunos de ellos me honran con su amistad. Desde
hace tres años me desplazo por la ciudad en silla de ruedas, aprovecho el
autobús urbano con rampa para trayectos largos, viajo en tren en una plaza especial
y me atiende un personal especializado, y la única impresión que he sacado es
que la inmensa mayoría de la gente es buena y amigable.
En el país donde vivo y trabajo
los amigos son amigos, y necesitan pocas explicaciones para compartir lo bueno
y lo menos bueno de la vida. En este país hay quien acumula millones, zapatos o
sellos de correos, pero también hay quien se sabe afortunado por contar con
amigos de verdad. Con ellos atravieso el desierto de cada día y en ellos
encuentro el oasis donde aliviar la sed y la fiebre, y también reír, beber y
escuchar relatos inventados cada noche. En ese país hay numerosos camaradas y
compañeros que colaboran en la denuncia de lo que no debe ser y en la
consecución de lo que debe ser; con ellos comparto sendas y horizontes, luchas,
logros y decepciones. En mi país hay niños que esponjan el alma cuando me miran
y me hablan, adolescentes a los que enseñar a mantener su alma relativamente
intacta, jóvenes que conservan la esperanza en sus proyectos a pesar de la dura
coyuntura que les ha tocado vivir, adultos de mente abierta y corazón grande,
ancianos que solo piden atención, cariño y un besico sincero de vez en cuando.
En mi país el estribillo de fondo es sí, sí, sí, sí (si sostenido mayor), un sí
capaz de convencer a todos los noes de que no todo puede ser bronca, crispación
y depresión, de que lo que más temen los que embarran el mundo es una lucha sin
tregua no solo contra algo, sino sobre todo por lo que incondicionalmente se
desea y se exige.
Para que exista mi país hay que caminar
también por los parajes donde nacen los manantiales y arrancan los vientos: el
interior de uno mismo. Hay que callar, descansar en el reposo, metabolizar el
instante, dialogar amigablemente consigo mismo, dejarse mecer por las suaves
ondas de lo bueno, ahuyentar el espectro de lo perfecto, aprender a perdonar y
a perdonarse, recobrar energías que impulsan sin resentimientos, sentirse parte
del universo y polvo de estrellas. En ese silencio el no y el sí son a todo,
pues ambos hablan ya el mismo idioma, tienen los mismos sueños y aman las
mismas cosas.
Estoy plenamente seguro de que en
este país donde vivo, vives tú y viven también todos los tuyos, pues aquí
anhelamos estar la gran mayoría de los
seres humanos.
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