Publicado ayer en Izquierda Digital
Paseo un rato con Séneca, leyendo sus Cartas,
saboreando sus Consolationes. Hago mías también sus recomendaciones: dejarse
mecer por el pensamiento que refleja una forma de vida, que enseña a vivir, que
incita a vivir una vida buena y una buena vida. Junto a él, me siento penetrado
por la naturaleza, acaricio esa fuerza interior que me otorga identidad y energía, me sé animal inteligente y libre
dentro de mis contornos y limitaciones. Sé que solo así he logrado a veces
rozar con los labios del alma la piel del bienestar, a orillas del sosiego donde
es posible el encuentro con el amigo y el camarada.
Nada temo, salvo el rostro del dolor cuando
aparece implacable. Nada malo me propongo, pues sería una traición a la entraña
misma de la naturaleza que nos constituye a mí y a todos. Quiero vivir en
plenitud cada uno de los momentos que me restan, amo la vida con todas mis
fuerzas, y así converso amistosamente con la posibilidad de acabarla si y
cuando concierte con ella que ha llegado el momento. La muerte no es sino el
acabamiento de la vida, y si la vida ha sido valiosa y buena ha de desembocar
igualmente en una muerte digna, apacible. Si la vida no puede ya conjugarse en
positivo, puede hallar liberación, salida luminosa en la muerte. La muerte no
es buena ni mala. La muerte no es: de hecho, solo quienes restan en el mundo y
se duelen por la ausencia de otro hablan de muerte. El ser humano debe vivir,
vivir bien, dejar vivir, hacer que los demás vivan del mejor modo posible. Solo
cuando se acaban los caminos desde los que se atisban horizontes, cuando
finalmente se traban los pasos y se confunden las sendas, es posible plantearse
con fiereza y también con una sonrisa el propio acabamiento.
Nada ni nadie puede forzar a enquistarnos en
una situación o un estado indeseados. Algunos siguen hablando de dioses, de su laberíntica
voluntad, de una supuesta ley natural encorsetada y ajustada a los intereses y
delirios de quienes desde hace siglos y siglos quieren al ser humano tan
esclavo y reprimido como ellos mismos. Nadie está obligado a permanecer en la
vida. Hay seres humanos que no soportan la inseguridad, la incertidumbre, el
hecho natural de que cada existencia conlleva la necesidad de buscar su pervivencia,
sin otro amparo que la libertad y el riesgo de decidir una y otra vez el camino
y el rumbo hacia el que dirigir sus pasos. La vida consiste precisamente en decidir cada
segundo, cada día, todos los instantes, qué hago y qué dejo de hacer. La libertad es ni más ni menos
que el ejercicio de ese decidir permanentemente. La vida es libertad. Por eso reivindico mi
libertad de decidir también cómo vivir y morir.
Existir debería ser
siempre un acto permanente de gozoso, consciente y libre zambullirse en la
aventura del vivir. Una botella o un lapicero son lo que son, están
definitivamente terminados, pero los seres humanos estamos siempre por hacer:
cada instante decidimos quiénes somos y no somos, qué hacemos con nosotros
mismos, incluso echarnos a perder. Por amor a la vida, podemos decidir también
morir, y morir bien.
Respiro, bebo, amo y me sostengo cada instante en la voluntad de existir
por amor a la vida. Quien no teme morir ama incondicionalmente vivir. De ahí
que sea radicalmente ajeno a la vida que la obliguen a pervivir. Soy libre, soy
dueño de mis actos y errores, de mis sueños y luchas, decido si y cómo y hasta
cuándo existir. Estoy en mis manos y mi obligación fundamental es vivir bien. Mi
responsabilidad ética final estriba en qué estoy haciendo de mi vida, también
qué hago de y con los demás. No es casual que precisamente aquí y ahora,
mientras escribo y paseo con Séneca, me salga al encuentro otro amigo con quien
maldecir la moral de los esclavos.
Nietzsche es tan odiado por los funcionarios
del corsé y de la mediocridad precisamente por indicar la necesidad de crear,
de innovar, de renovar y, por ello mismo, de destruir lo caduco. Paseo también
con él, mientras me dice con bravura que sea implacable con la coherencia que
le debo a la vida, a cada uno de los instantes que la constituyen, sin
concesiones a los inventores de mundos imaginarios.
Si acabo con mi vida, si acabo, solo será,
pues, por amor a la vida. Si alguna vez
he ayudado a alguien a morir bien, ha sido un inequívoco acto de amor. Se puede
dejar libre y responsablemente la vida sin tristeza, sin temor, solo con quietud
y por amor a la vida.
Soy un ser de la naturaleza, soy una mota de
polvo de estrellas entre el rayo y la nube, la tempestad y el paisaje descrito
por Beethoven en la Sexta, la hormiga, la galaxia, el quark, las estaciones, la
lluvia, el deseo, el niño que veo columpiarse desde la ventana… Estoy sometido
a los mismos ciclos, a los mismos trances, a la inmensa potencia de encenderse
y de apagarse del cosmos desde hace millones de años, de comenzar y de cesar,
de sucumbir y sobrevivir, a esa voluntad de poder de la que habla Nietzsche, a la
voluntad de vivir descrita por Schopenhauer. Heidegger, al que tanto debo, que
tanto me ha ido enseñando desde mi juventud, creo que está equivocado cuando
resuelve que el ser humano es un ser-para-la-muerte. Una cosa es que la
entropía deje claro que todo se deteriora y acaba, y otra bien distinta que el
objetivo que otorga sentido último a mi existencia sea morir. Basta recordar a
mi madre, a tantos otros amigos que ya no están.
Dice Aristóteles que todos los seres del mundo coincidimos en algo
fundamental: desarrollarnos y realizarnos en plenitud. Los seres humanos
estamos sujetos a esa misma necesidad natural de desarrollar nuestras
posibilidades naturales, si es que queremos alcanzar nuestra realización plena
como humanos. Desde que nace una persona se pone en marcha para conseguir su pleno
desarrollo, y por ello y para ello vive,
ama, se aburre, estudia, respira, habla, duerme, se apasiona, anda, sufre, se
preocupa o suda... Cada etapa, cada situación, cada decisión, cada instante es
un paso, progresivo o recesivo, hacia la construcción total y plena de uno
mismo como ser humano.
Acompañado de Séneca y
Nietzsche, paseando con Aristóteles, mirando desde la lejanía a Heidegger,
observando atentamente a Schopenhauer, necesito proclamar ahora mi amor a la
vida y mi apasionada amistad con su posible acabamiento, cuando el sol decida
descansar más allá de la línea de mi horizonte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo deseas, puedes hacer el comentario que consideres oportuno.