jueves, 8 de septiembre de 2011

Reflexiones sobre la vida y la muerte decididas


Publicado ayer en Izquierda Digital

Paseo un rato con Séneca, leyendo sus Cartas, saboreando sus Consolationes. Hago mías también sus recomendaciones: dejarse mecer por el pensamiento que refleja una forma de vida, que enseña a vivir, que incita a vivir una vida buena y una buena vida. Junto a él, me siento penetrado por la naturaleza, acaricio esa fuerza interior que me otorga identidad  y energía, me sé animal inteligente y libre dentro de mis contornos y limitaciones. Sé que solo así he logrado a veces rozar con los labios del alma la piel del bienestar, a orillas del sosiego donde es posible el encuentro con el amigo y el camarada.
Nada temo, salvo el rostro del dolor cuando aparece implacable. Nada malo me propongo, pues sería una traición a la entraña misma de la naturaleza que nos constituye a mí y a todos. Quiero vivir en plenitud cada uno de los momentos que me restan, amo la vida con todas mis fuerzas, y así converso amistosamente con la posibilidad de acabarla si y cuando concierte con ella que ha llegado el momento. La muerte no es sino el acabamiento de la vida, y si la vida ha sido valiosa y buena ha de desembocar igualmente en una muerte digna, apacible. Si la vida no puede ya conjugarse en positivo, puede hallar liberación, salida luminosa en la muerte. La muerte no es buena ni mala. La muerte no es: de hecho, solo quienes restan en el mundo y se duelen por la ausencia de otro hablan de muerte. El ser humano debe vivir, vivir bien, dejar vivir, hacer que los demás vivan del mejor modo posible. Solo cuando se acaban los caminos desde los que se atisban horizontes, cuando finalmente se traban los pasos y se confunden las sendas, es posible plantearse con fiereza y también con una sonrisa el propio acabamiento.
Nada ni nadie puede forzar a enquistarnos en una situación o un estado indeseados. Algunos siguen hablando de dioses, de su laberíntica voluntad, de una supuesta ley natural encorsetada y ajustada a los intereses y delirios de quienes desde hace siglos y siglos quieren al ser humano tan esclavo y reprimido como ellos mismos. Nadie está obligado a permanecer en la vida. Hay seres humanos que no soportan la inseguridad, la incertidumbre, el hecho natural de que cada existencia conlleva la necesidad de buscar su pervivencia, sin otro amparo que la libertad y el riesgo de decidir una y otra vez el camino y el rumbo hacia el que dirigir sus pasos. La vida consiste precisamente en decidir cada segundo, cada día, todos los instantes, qué hago y qué  dejo de hacer. La libertad es ni más ni menos que el ejercicio de ese decidir permanentemente. La vida es libertad. Por eso reivindico mi libertad de decidir también cómo vivir y morir.
Existir debería ser siempre un acto permanente de gozoso, consciente y libre zambullirse en la aventura del vivir. Una botella o un lapicero son lo que son, están definitivamente terminados, pero los seres humanos estamos siempre por hacer: cada instante decidimos quiénes somos y no somos, qué hacemos con nosotros mismos, incluso echarnos a perder. Por amor a la vida, podemos decidir también morir, y morir bien.
Respiro, bebo, amo y me sostengo cada instante en la voluntad de existir por amor a la vida. Quien no teme morir ama incondicionalmente vivir. De ahí que sea radicalmente ajeno a la vida que la obliguen a pervivir. Soy libre, soy dueño de mis actos y errores, de mis sueños y luchas, decido si y cómo y hasta cuándo existir. Estoy en mis manos y mi obligación fundamental es vivir bien. Mi responsabilidad ética final estriba en qué estoy haciendo de mi vida, también qué hago de y con los demás. No es casual que precisamente aquí y ahora, mientras escribo y paseo con Séneca, me salga al encuentro otro amigo con quien maldecir la moral de los esclavos.
Nietzsche es tan odiado por los funcionarios del corsé y de la mediocridad precisamente por indicar la necesidad de crear, de innovar, de renovar y, por ello mismo, de destruir lo caduco. Paseo también con él, mientras me dice con bravura que sea implacable con la coherencia que le debo a la vida, a cada uno de los instantes que la constituyen, sin concesiones a los inventores de mundos imaginarios.
Si acabo con mi vida, si acabo, solo será, pues, por amor a la vida.  Si alguna vez he ayudado a alguien a morir bien, ha sido un inequívoco acto de amor. Se puede dejar libre y responsablemente la vida sin tristeza, sin temor, solo con quietud y por amor a la vida.
Soy un ser de la naturaleza, soy una mota de polvo de estrellas entre el rayo y la nube, la tempestad y el paisaje descrito por Beethoven en la Sexta, la hormiga, la galaxia, el quark, las estaciones, la lluvia, el deseo, el niño que veo columpiarse desde la ventana… Estoy sometido a los mismos ciclos, a los mismos trances, a la inmensa potencia de encenderse y de apagarse del cosmos desde hace millones de años, de comenzar y de cesar, de sucumbir y sobrevivir, a esa voluntad de poder de la que habla Nietzsche, a la voluntad de vivir descrita por Schopenhauer. Heidegger, al que tanto debo, que tanto me ha ido enseñando desde mi juventud, creo que está equivocado cuando resuelve que el ser humano es un ser-para-la-muerte. Una cosa es que la entropía deje claro que todo se deteriora y acaba, y otra bien distinta que el objetivo que otorga sentido último a mi existencia sea morir. Basta recordar a mi madre, a tantos otros amigos que ya no están.
Dice Aristóteles que todos los seres del mundo coincidimos en algo fundamental: desarrollarnos y realizarnos en plenitud. Los seres humanos estamos sujetos a esa misma necesidad natural de desarrollar nuestras posibilidades naturales, si es que queremos alcanzar nuestra realización plena como humanos. Desde que nace una persona  se pone en marcha para conseguir su pleno desarrollo,  y por ello y para ello vive, ama, se aburre, estudia, respira, habla, duerme, se apasiona, anda, sufre, se preocupa o suda... Cada etapa, cada situación, cada decisión, cada instante es un paso, progresivo o recesivo, hacia la construcción total y plena de uno mismo como ser humano.
Acompañado de Séneca y Nietzsche, paseando con Aristóteles, mirando desde la lejanía a Heidegger, observando atentamente a Schopenhauer, necesito proclamar ahora mi amor a la vida y mi apasionada amistad con su posible acabamiento, cuando el sol decida descansar más allá de la línea de mi horizonte.

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