viernes, 5 de diciembre de 2008

Amor dolorido




A veces el amor se nos hace especialmente doloroso. La vida parece corroer las paredes más profundas del ánimo y cada recoveco del pasado o del presente nos escuece sin remedio y sin límite. El mundo amanece cada día como una herida cósmica en carne viva. La muerte o la desaparición del ser amado pueden hundirnos en abismos de sufrimiento. O la decepción o el desengaño amorosos. O la quiebra final de lo que antes fue verdadero amor, reducido ahora a cataratas de hostilidad y rencor. O tantas otras cosas que cada uno sabe, que a cada uno le ha tocado vivir.

A veces el amor duele hasta el tuétano mismo de cada uno de los huesos. El aire se enrarece, apenas nos sentimos ya capaces de tomar aliento. Nos sentimos muertos. Deseamos estar muertos. Cada minuto inocula nueva tristeza y refuerza la sensación de marasmo.

A veces el amor es sólo silencio, pues el ser amado calla para siempre. Daríamos cuanto se nos pidiera por una sola de sus palabras, por gozar del último al menos de sus mensajes. Mas el universo ha quedado vacío y los oídos duelen de tanto no oírlo ya, y los ojos duelen de tanto no verlo ya, y las manos duelen de tanto no poder acariciarlo ya...

A veces ya no queda la posibilidad de amar más que su ausencia. La vida entera se transforma en un descomunal, pavoroso duelo. Es la última de las lecciones que algunos amantes deben aprender: convivir con el duelo. Sobrevivir al duelo. Sobrevivir, sí, sobrevivir: empresa difícil cuando el ser amado ha sido en realidad la entraña más cálida y auténtica de una vida.

Neruda lo describe bien en unos de sus más conocidos poemas (Puedo escribir los versos más tristes esta noche..., en "20 poemas de amor...” ):

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,

Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puede escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.

Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pro tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Neruda transmite en este poema una gran melancolía, una enorme pesadumbre. Sin embargo, sus versos no son los más tristes. Ciertamente, declara poder escribirlos esa noche, pero la propia tristeza lo paraliza. Cuando el amor duele hasta el paroxismo, resulta indescriptible. Neruda transmite su terrible pesar, mas sus verdaderas magnitudes apenas asoman. En ocasiones el amor se torna desamor o indiferencia y uno cree entonces que el mundo se hace definitiva e irremediablemente gris sin la persona amada. Otras veces, en cambio, el amor es exclusivamente dolor. Duelen el recuerdo y el olvido. Duelen la presencia y la ausencia. Duele el amor por cada uno de sus poros. El amor es nada, ausencia, que tritura dolorosamente el espíritu.

Pedro Salinas lo describe con sobriedad y, al mismo tiempo, con precisión de cirujano:

¡Qué paseo de noche

con tu ausencia a mi lado!

Me acompaña el sentir

que no vienes conmigo.

En el poema que viene a continuación también Salinas canta a gritos la soledad del dolor, la voluntad de que el amor permanezca al menos como duelo. La vida se agarra como última estela del amor perdido, como última esperanza de que aún no todo está definitivamente acabado. El dolor demuestra aún que se está vivo, y en ese dolor pervive de algún modo el ser perdido, como prueba de que a la pesadilla actual le han precedido tiempos y brisas de vida. Todo, incluido el dolor insoportable, es preferible al no amor irremediable. Como un último homenaje al aliento íntimo que sigue morando en cada corazón dolorido.

No quiero que te vayas,

dolor, última forma

de amar. Me estoy sintiendo

vivir cuando me dueles

no en ti, ni aquí, más lejos:

en la tierra, en el año

de donde vienes tú,

en el amor con ella

y todo lo que fue.

En esa realidad

hundida que se niega

a sí misma y se empeña

en que nunca ha existido,

que sólo fue un pretexto

mío para vivir.

Si tú no me quedaras,

dolor, irrefutable,

yo me lo creería:

pero me quedas tú.

Tu verdad me asegura

que nada fue mentira.

Y mientras yo te sienta,

tú me serás, dolor,

la prueba de otra vida

en que no me dolías.

La gran prueba, a lo lejos,

de que existió, que existe,

de que me quiso, sí,

de que aún la estoy queriendo.


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