domingo, 7 de diciembre de 2008

Amor emocionante y emocionado



Hoy por hoy no se lleva mucho eso de los sentimientos. Se supone que una persona madura no anda por ahí manifestando sus emociones, y quien osa públicamente mostrar en demasía sus afectos o pasiones se arriesga a que le tachen de desequilibrado (= falto de equilibrio).

Se estima que un individuo normal, especialmente si tiene un puesto de responsabilidad, ha de ser ecuánime y no puede ir dando tumbos emocionales, según su estado de ánimo o sus cambios de humor. Incluso hay actividades profesionales que parecen requerir una buena dosis de hieratismo emocional y desapego sentimental. No es raro encontrar personas que ponen gran esmero en permanecer aparentemente imperturbables y encubrir sus sentimientos. Quizá sin saberlo ni quererlo, se sigue valorando mucho más la impasibilidad estoica como actitud ideal ante los acontecimientos de la vida.

Así, si alguien te espeta, apoyado en el alféizar de su respetabilidad: “eres un sentimental”, es posible que lo que realmente te quiera dar a entender es que no das la talla como persona social o profesionalmente madura. Y es que, sobre todo en el caso de los hombres --varones--, a menudo no está bien visto decir lo que se siente ni tampoco sentir lo que se dice. Hay quien se jacta de ir por la vida diciendo verdades como puños y cantando las cuarenta a todo el mundo, y también quien parece andar desparramando emociones, entre suspiro y suspiro, pero esto no significa necesariamente que se dice lo que se está sintiendo o que se siente lo que se está diciendo: los sentimientos sinceros no gustan ni de la brutalidad ni de los aspavientos.

Paralelamente, en otros ambientes se suele reivindicar un tipo diferente de individuo humano, más afectivo, que haya desarrollado cabalmente su personalidad, incluidas sus emociones... En esta línea, se afirma que el varón ha estado tradicionalmente privado del mundo de los sentimientos debido a su educación machista y a la obligación de mostrarse fuerte y duro (la debilidad y la blandura se consideran atributos eminentemente femeninos)...; a la mujer, en cambio, se le ha permitido socialmente expresar con mayor facilidad sus emociones, dado que tradicionalmente ha sido destinada a desempeñar un papel social circunscrito al hogar y a la familia, al cuidado del marido y de los hijos...

Ahora bien, si se aspira a ser un “triunfador” en la vida (antes se decía -más modestamente- “un hombre de provecho”), es conveniente ocultar la “debilidad” de los sentimientos (enseguida se tiende a denominarlos, despectivamente, “sentimentalismo”), ya que se los considera difícilmente compatibles con la consecución del éxito personal en una sociedad donde tanto preocupa ofrecer a los demás “una buena imagen”: somos la imagen que reflejamos, aquello que dicta la retina de quien nos contempla, por lo que nos movemos en un caldo de cultivo refractario a todo lo que no sea dar una imagen social adecuada. Así, aunque no esté expresamente prohibido, es recomendable no ir manifestando los afectos, sentimientos, emociones o pasiones, más si éstos pretenden darse a conocer recién levantados, sin maquillar. Comunicar una idea brillante puede ser motivo de admiración, pero mostrar a otro lo que se siente y cómo se siente puede producir a más de uno y a más de dos rubor.

Nuestra personalidad social parece reducirse casi por completo al abanico de papeles que desempeñamos y nos adjudican a lo largo de la vida. Podemos quedar así atrapados en un intrincado laberinto, donde acabamos encasillados, a pesar de nosotros mismos, a costa de nosotros mismos: se nos puede tachar de brillante, vulgar, padre, alumno, profesor, mecánico, heterosexual, inútil, varón, hembra, hijo, sobrina, rico, antipático, introvertido, enérgico, pacifista, votante, contribuyente, esposo, flojo, novio, de izquierdas, de derechas, de centro, egocéntrico, envidioso, honrado, avispado, agresivo, tierno, guapo, despistado, locuaz... Las calificaciones más variopintas, en su mayor parte no solicitadas, ni siquiera propiamente elegidas, sobrevuelan nuestras cabezas en un intento de delimitarnos los unos respecto de los otros. Y, como trasfondo, un mosaico inconmensurable de fobias y filias, de adhesiones y rencores, de abrazos y bofetadas, de multitudes y soledades, ...de sentimientos.

Por si fuera poco, una condición hoy ineludible para “llegar a ser alguien” es competir. De esta forma, al esfuerzo por mantener o mejorar la imagen personal se añade ahora otro factor de tensión: hay que competir, competir siempre y en todas partes, en la escuela, en el columpio del parque, en el trabajo, en la adolescencia, en el juego, en el hogar, en la madurez, en el ocio, en el amor, en la juventud, en el corazón, en el cerebro, en el sexo, en el “curriculum vitae”...

Ni que decir tiene que esta dictadura de la imagen y de la competitividad con demasiada frecuencia hace pagar, entre otros, el impuesto de tener que ocultar, infravalorar o cercenar el mundo emocional: en muchos casos se prefiere a una persona que domine y controle sus sentimientos, que apenas si los deje entrever, que elimine todo apasionamiento "inútil". En realidad, detrás de todo ello puede estar agazapado -voluntaria o involuntariamente- un gigantesco y apasionado esfuerzo por "aparentar" neutralidad y ecuanimidad. Pensándolo bien, quizá una de las emociones más intensas sea la de no permitirse sentir ninguna, y una de las actitudes más vehementemente apasionadas consista en obligarse al despasionamiento sistemático.

Sobre tal aniquilación o desvalorización del mundo emocional vegetan otros estereotipos: a modo de ejemplo, está bien que las niñas jueguen con muñecas, pues así refuerzan su "instinto maternal", pero los niños, en cambio, no deben llorar; un hombre cabal ha de ser inteligente, seguro de sí mismo, trabajador, pero nunca débil y voluble (lo que implica no quedar a merced de sus emociones); las mujeres no deben asumir cargos de gran responsabilidad (política, militar, eclesiástica...) por propender a ser víctimas de su propio sentimentalismo.

En realidad, está por ver que los hombres y las mujeres posean por naturaleza diferencias en su mundo emocional por razón de su pertenencia a uno u otro sexo (en otras palabras, si las emociones, sentimientos o pasiones, con independencia de ser hombre o mujer, rico o pobre, filipino o peruano, son comportamientos innatos o más bien aprendidos). Evidentemente, el placer sentido al escuchar una sinfonía de Strawinski, o analizar una partida de ajedrez de Fischer o leer un poema de Rilke es algo aprendido, condicionado por la educación recibida y los factores ambientales en que uno se ha movido. Ahora bien, ¿ocurre lo mismo con la ternura que se siente por un hijo, con el enamoramiento -febril algunas veces- sentido por el ser amado, con el abatimiento producido por la muerte de un familiar, con el odio a quien ha ocasionado un daño grave a un ser querido?

Parece que fue John B. Watson, alrededor de 1920, quien, tras observar e investigar las reacciones infantiles desde el momento del nacimiento, llegó a la conclusión de que son tres las emociones o sentimientos verificables en la conducta de un bebé: miedo, irritación y amor. Aparecen de una forma bastante primaria y rudimentaria, y sólo con el paso del tiempo y a lo largo de todo el proceso de la socialización, van adquiriendo contornos más precisos y se van haciendo más sutiles y complejos. Nuestro mundo emocional no está predeterminado por el sexo o cualquier otro factor biológico, sino que son ante todo los factores ambientales (educativos, culturales, familiares, etc...) los que condicionan nuestro modo de ser y de obrar en el ámbito de los sentimientos y las emociones.

Cada individuo adquiere así su forma específica de sentir el mundo. Los hay apasionados, flemáticos, amorosos, replegados, desbordados, opacos, impasibles, entusiastas, plácidos, introvertidos, ardorosos, extrovertidos, calmosos, cachazudos, graves, imperturbables, fanáticos, sensatos, coléricos, serenos, apáticos, soñadores, vehementes, afables, densos, intensos, ecuánimes, sectarios, reflexivos, retorcidos, ingenuos, virulentos, templados, tiernos, duros, patéticos, delirantes, ardorosos, sosegados...

Cada rasgo denota una historia y una visión distinta de la vida, un modo de habérselas con los afectos y los sentimientos... Quizá el temperamento de cada individuo sea, en lo tocante a las emociones, una mezcla de todos ellos, siempre diferente, en incesante devenir...

Así, cada uno, con mayor o menor pasión, debe decidir qué hacer con su afectividad, con su emotividad. Algunos quizá opten por buscar la armonía en el conjunto de su vida y de su entorno, y por consiguiente deseen integrar positivamente sus emociones dentro de su personalidad global. Otros, probablemente más pragmáticos, no querrán saber nada de los sentimientos desagradables o molestos, pero, en cambio, no le harán ascos a las emociones que les deparan entretenimiento o placer.

Habrá también individuos o grupos que se declaren fieles a los sentimientos comedidos, procurando alejarse en lo posible de cualquier desmesura, casi siempre incontrolable. Unos querrán someter sus emociones y sentimientos a la más estricta vigilancia, pues -sin ser en sí mismos negativos- pueden desviar de las metas que, según ellos, realmente merecen la pena. Otros, en fin, los tendrán siempre bajo sospecha: el mundo de los sentimientos y de las emociones les resulta difícilmente conciliable con las aspiraciones más altas del espíritu, por lo que lo más recomendable es, en caso de no conseguir erradicarlos, tenerlos al menos domados.

Paralelamente, en la historia del mundo occidental se han dado también las más diversas corrientes, actitudes e ideologías sobre los sentimientos, las pasiones, las emociones o los afectos. Así, ha habido también épocas y autores que los han ensalzado sobremanera (como ejemplo más manido del culto a la pasión y a las emociones se suele aducir casi siempre el Romanticismo).

A pesar de ello, las pasiones, los sentimientos, las emociones y los afectos han sido tratados en casi todas las épocas y por un buen número de pensadores como si fuesen algo pernicioso o inferior: son algo con lo que debemos contar (al igual que nos ocurre con las sensaciones de hambre o de sed, o con las alergias primaverales), pero que, a poco que nos descuidemos, perturbarán o impedirán el normal desarrollo de lo más elevado del ser humano, pues se comportan de un modo anárquico, irracional y descontrolado. Claros partidarios de esta postura son, por ejemplo, los estoicos, gran parte de los escolásticos, y casi toda la corriente racionalista europea.

Un intento actual de conciliar las diferentes actitudes ante los sentimientos ha sido realizado por algunos fenomenólogos, especialmente, Merleau-Ponty, Sartre y Heidegger (especialmente en § 29 de “Sein und Zeit”). Su punto de partida común es no reducir los sentimientos y las emociones a simples fenómenos psíquicos: una cosa es tener en cuenta los datos que la psicología aporta, y otra muy distinta que tales datos agoten el discurso o tengan la última palabra sobre ellos.

Es decir, podemos tener conciencia de las emociones, con lo que éstas se muestran ante todo como contenidos u objetos de la conciencia, pero también podemos tener una conciencia emocional: en este último caso, la emoción es sobre todo una forma de aprehender (afectivamente) el mundo, y no un contenido más, entre otros, del mundo.

En efecto, todos estamos ya en un determinado estado de ánimo (incluso el “desánimo”, en el que parece no tener cabida ninguna tonalidad afectiva, es un estado de ánimo concreto). Puede variar el signo de los sentimientos o del humor, y también la forma de afrontar los acontecimientos y las vivencias, pero es invariable el hecho de encontrarnos siempre ya en una “disposición” o “estado de ánimo”, de tener un “tono”, una “moral”, un “temple”. Nadie puede prescindir de su estado de ánimo, pues, si logra cambiarlo, es para sustituirlo inmediatamente por otro.

A veces, un determinado estado de ánimo nos permite vivir más y mejor. Otras veces, la vida se torna insufrible, y los sentimientos son una carga tan abrumadora que apenas podemos proseguir el camino. Hay ocasiones en que no sabe uno qué le pasa realmente, se siente confuso, en un mar de dudas... Sea como fuere, al menos una cosa es cierta: siempre me encuentro en un estado emocional determinado, siempre me constato teniendo un tono o una moral concreta ante la vida.

Por otro lado, mientras el puro pensar no nos emplaza necesariamente ante nosotros mismo, los sentimientos tienen la peculiaridad de situarnos frente a nosotros mismos y frente a la vida. El estado de ánimo es, a la vez, un reflejo y una toma de posición frente al mundo: hace patente “como le va a uno” en la vida. Las emociones son una forma de estructurar el mundo y un reflejo de tal estructuración (de cómo concebimos el mundo, de cómo nos concebimos en el mundo). Quizá sean una vibración de la vida que penetra en el núcleo de las cosas, conectándolas con nuestro yo profundo.

Cuando alguien está tumbado en la cama, apenas sin respiración, abatido por la depresión, ve las cosas, siente las cosas de tal forma que el mundo se decolora y se estructura a su modo. “Le va mal” y al “irle mal”, el mundo se desajusta. Es estéril intentar que cambie su actitud mediante un discurso teórico acerca de otras formas posibles de afrontar la vida o mediante la invitación a divertirse o sobreponerse como hace la “gente normal”. El deprimido no es un aburrido o un vago o un abúlico o un dejado. Es una persona que siente de forma abrumadora que su mundo se ha quebrado, lo cual le lleva a que cada vez se sienta con menos fuerzas para superar su estado de postración.

En el estado de ánimo, el mensaje que llega al individuo se deja de rodeos y lucubraciones e invade todo su ser debido precisamente a su sencillez: es la vida misma la que golpea, hiere o acaricia, es el mundo como tal el que se revela acogedor u hostil, mortífero o indiferente. Los sentimientos manifiestan “cómo me va” en cada caso, por muchas racionalizaciones, negaciones o sublimaciones de la realidad que quiera hacer. Es mi propio ser el que se abre paso, el que brota en cada emoción o sentimiento. Otra cosa es qué quiero hacer con él.

Al decidir qué hago, en cada caso, con mi mundo emocional, estoy decidiendo qué hago conmigo mismo. Cuando esquivo, amortiguo o acallo las emociones, en realidad me estoy esquivando a mí mismo, me apago, me niego. Cuando las adjudico o las arranco de la vida real, según sea el sexo, la edad o el “status” social de la persona, estoy renunciando u optando por un modo de vivir y de convivir.

De ahí también la importancia del estado de ánimo, del mundo afectivo y de las actitudes o tonos vitales en la aparición y desarrollo de no pocas enfermedades, e incluso en la pérdida o recuperación de la salud. Es posible que una persona a la que se le diagnostica erróneamente, por ejemplo, cáncer pueda morir si la noticia la deja tan abatida, que renuncia a cualquier defensa. Por el contrario, hay casos en que una persona ha logrado superar una enfermedad grave, por enfrentarse a ella con un talante emocional positivo. Llegan a veces noticias de individuos que han llegado a morir de tristeza tras la muerte del cónyuge o de un ser muy querido. Si, por un lado, las emociones pueden revelar “cómo nos ha ido”, “cómo nos va” o “como esperamos que nos vaya”, es decir, si representan un cuadro bastante fidedigno de nuestro mundo y de nuestra vida, por otro lado, también pueden condicionar poderosamente el rumbo y la calidad de nuestra vida.

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