martes, 29 de diciembre de 2009

Al compás del tiempo. Otro año

En el principio era la oscuridad: no había aún mentes en el mundo que intentasen comprenderlo y comprenderse a sí mismas. Pero nació el ser humano y se fue haciendo lentamente la luz; muy débil, al principio; cada vez más autónoma con el pasar de los días.

Platón relata en su Timeo que el mundo era un Caos, informe e impredecible, vacío y tenebroso, donde solo reinaba el desorden, pero ese caos se transformó en un mundo armonioso gracias a la labor de seres humanos empeñados en comprender el mundo y descubrir las leyes del universo. Después llegó otro pensador, de nombre Kant, que avanzó millones de pasos hacia ese mismo horizonte: los pensamientos sin contenido están vacíos, pero las cosas sin ideas son ciegas.

Así, el mundo humano se fue ordenando desde la noche de los tiempos sobre unas cuantas palabras elementales con las que se soñaba estructurar las experiencias más básicas de la vida. Y entonces el mundo y la vida se asentaron sobre la solidez de la Tierra, fluyeron por el Agua, volaron por el Aire y fueron naciendo y muriendo cada día en el Fuego.

Paralelas a esos antiguos cuatro elementos de la naturaleza, la cultura creó asimismo otros elementos ideales, con los que seguir configurando el mundo. En el idioma de cada pueblo fueron recibiendo distintos nombres multicolores, pero las miradas y las manos señalaban un único deseo, un mismo sueño: Belleza, Bien, Justicia, Verdad, Paz, Libertad... Repasando la accidentada historia de la humanidad, la razón de la fuerza nunca ha logrado borrar esos anhelos del alma; todo lo contrario, los seres humanos han progresado realmente como humanos cuando por fin descubren en qué consiste la auténtica belleza, cuando buscan la verdad más allá de las apariencias y los dogmas, cuando saben que la bondad es lo que realmente perfecciona la vida, cuando sus miradas se hacen horizontales, se reconocen iguales entre sí y deciden convivir en términos de justicia, cuando las armas son tenidas por inútiles, cuando la libertad se hace tan necesaria como el agua y como el aire.

El único camino por el que transcurren los pasos del mundo y de la vida es el Tiempo. Nadie escapa del tiempo, donde acontece el deslumbrante surgir de cada cosa, también la plenitud de su ser, su decrepitud y su acabamiento. Algunos se amargan por ello, pero en realidad la pertenencia al tiempo debería conducir siempre hacia la pasión y el amor a la vida, siempre nueva y renovada si nos aventuramos a abrazarla desnuda, sin disfraces y sin máscaras. Algunos pretenden arrebatarnos el tiempo mismo, al inventar eternidades, al concebirlo como un tránsito a otras dimensiones tan ficticias como sus propios creadores, como sus propios habitantes.

El tiempo nos proporciona memoria, a través de la cual adquirimos identidad. Somos la suma de episodios recorridos y recordados. Somos el producto de las decisiones tomadas a lo largo de la existencia. Por eso somos únicos, diferentes. Por eso mismo somos humanos, libres, responsables de nosotros mismos y de nuestro entorno. Si no nos hacemos cargo de nosotros mismos, de quienes nos rodean, de cuanto nos rodea, nos alienamos a nosotros mismos, nos privamos de lo más preciado de nosotros mismos, pertenecemos al caos primigenio, existimos como cosas entre cosas, quedamos inscritos en una vana competición por ser un objeto coqueto o admirado o poderoso o voluminoso entre los demás objetos del mundo.

El tiempo raramente se nos presenta como un camino rectilíneo en el que no es posible el retorno. Vivimos el tiempo en ciclos y estaciones que se van repitiendo sin cesar. Milenios, siglos, semanas, días, hasta perdernos en el fulgurante centelleo del milisegundo. Primavera, verano, otoño, invierno… Niñez y vejez, nacimiento y muerte. Navidad y Ramadán. El Dashehra indio y el Pesaj judío. El tiempo nos envuelve tanto en el ritmo de sus latidos que incluso nuestras fiestas y celebraciones están troqueladas por él y el tiempo mismo se convierte en festividad. Generalmente en esas celebraciones rituales incorporamos nuestros deseos de cambio y de renovación. La fiesta de Fin de Año y Año Nuevo es una de las principales.

Cada 31 de diciembre despedimos entre confetis, granos de uva y cava el año que acaba y que 365 días antes habíamos acogido jubilosamente como nuevo. Tras el tañido de doce campanadas creamos la ficción de que todo puede cambiar, de que el tiempo nos ofrece otra vez la oportunidad de la plena renovación, del cambio y las promesas acariciadas, de la desaparición de los autorreproches y las heridas. Es el momento también, siguiendo a Víctor Hugo, de poner lo que se tiene frente a uno mismo y decir: “Esto es mío”, solo para que quede claro quién es dueño de quién.

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