miércoles, 24 de febrero de 2010

Pública, sí


No voy a remontarme a épocas lejanas, sino solo a los inicios de la democracia española, ya bien entrados los setenta. Algunos piensan que por aquel entonces sus conciudadanos leían mucho, estudiaban un montón, se expresaban correctamente y recitaban con fluidez la lista de los reyes godos y los afluentes del Tajo por la derecha. Sin embargo, la realidad distaba mucho de tales supuestos.

En 1977, un 10% de los niños de 6 a 11 años no estaba escolarizado y se dedicaba a vagar por las calles de su barrio o ayudar como pudiera a la familia. De los 12 a los 14 años, solamente un 65% iba a la escuela, y casi dos tercios de los comprendidos entre 15 y 16 años ya no cursaban estudios secundarios postobligatorios. Así las cosas, hacia 1980 la cuarta parte de la población mayor de 16 años era analfabeta funcional o carecía de estudios. En otras palabras, vivíamos en un país con unos parámetros bastante tercermundistas, muy alejado de las tasas de educación obligatoria existentes desde muchos años antes en los países europeos occidentales, aunque también con un sector de la población de un cierto nivel cultural.

Tal situación no era producto del azar: salvo en la II República española, en que se realizó un enorme esfuerzo por crear e incentivar la escuela pública, nuestro país ha estado sumido durante muchos siglos en un estado de abandono educativo y cultural del pueblo. Con la excepción de unas cuantas escuelas rurales y urbanas donde se enseñaba a leer, escribir y calcular básicamente y de algún que otro instituto de bachillerato en la ciudad, la educación ha estado siempre en manos de la enseñanza privada católica, a cuyos centros, nunca mixtos, acudían los hijos y las hijas de las familias pudientes y/o cultas. Apenas nadie preguntó por los que iban quedándose en la cuneta del analfabetismo total o funcional, apenas nadie se ocupó de ellos, apenas nadie los recuerda ya hoy. Por aquella misma época (octubre de 1977), con los Pactos de la Moncloa, la escuela pública disfrutó de un impulso inédito con la creación de numerosos centros públicos de enseñanza primaria y secundaria, formación profesional y a distancia, que finalmente desembocó en el establecimiento de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años. En resumidas cuentas, toda una revolución cultural en nuestro país, que en buena parte no fructificó por falta de dotación del personal y los servicios precisos, pero que colocó a la enseñanza pública en un nivel de calidad y competencia superior (por mucho que la propaganda se empeñase en publicar otra cosa) a la red de enseñanza privada.

Otros fenómenos posteriores (por ejemplo, la llegada de la inmigración a las aulas de la red pública y el cansancio de una parte de un profesorado cada vez más nostálgico y más cercano a la edad de su jubilación) han conducido a la opinión generalizada de que ha descendido el nivel de la enseñanza (no se dice en comparación con qué otra época y realidad social de España), que la escuela pública es un sumidero de conductas y actitudes indeseables y que la enseñanza privada garantiza a sus clientes que sus hijos e hijas no tendrán contacto con etnias, grupos y subgrupos no bien vistos por ellos.

Así las cosas, sobre la base de un documento titulado “Bases para un Pacto Social y Político por la Educación”, a finales de enero de 2010 el Ministerio de Educación ha presentado Propuestas para un Pacto Social y político por la educación”. Produce no poca inquietud pensar qué se pacta y con quién se pacta realmente. Viene a cuento aquí un texto de Ernesto Sábato, donde los corderos quieren establecer un pacto con los lobos sobre la base de que lobos y corderos se harán vegetarianos. Como botón de muestra, el punto 7 (El servicio público de educación) afirma que el medio para “mejorar los principales problemas de nuestro sistema educativo” es “que todos los centros sostenidos con fondos públicos (o sea, los privados concertados) garanticen un servicio educativo sin discriminación alguna y con un nivel de calidad satisfactorio”, así como “favorecer la libertad de elección de las familias” (¿de qué familias y de qué libertad se está hablando?).

La verdadera educación debe ser una educación en la igualdad, y esa igualdad solo es posible en y por la escuela pública. Resulta sarcástico, en cambio, que la identidad de los centros de enseñanza venga fuertemente condicionada, de hecho, por la capacidad económica de un sector de la ciudadanía y, aún más, que sea el propio Estado el que subvencione con dinero público unos colegios privados, de hecho, elitistas y en algunos casos incluso constitucionalmente discriminatorios. En una situación social de marcada desigualdad real, la escuela pública es la única capaz de proporcionar la igualdad de oportunidades a todo su alumnado y un horizonte común de posibilidades. Sobre este fundamento, todos nos veremos finalmente enriquecidos por la enorme diversidad de culturas, costumbres, ideas, profesiones, preferencias e intereses existentes en una sociedad democrática.

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