Artículo a publicar el miércoles, 17 de diciembre, en El Periódico de Aragón
Celebrar la Navidad no solo es una fórmula social, sino también un festejo. Se trata de una festividad enraizada en la historia misma de la humanidad. Desde hace decenas de miles de años, a partir del 21 de diciembre se celebra el solsticio de invierno, el momento del año en el que la posición del Sol alcanza su máxima declinación sur con respecto al ecuador celeste. Desde ese momento, los días cada vez son más largos, hay más luz y la vida parece rebrotar tras el letargo invernal.
Algunos parecen temer que se les quiera quitar la Navidad, pero eso es imposible. Navidad viene de nativitas, que significa nacimiento: nace el sol cada 21 de diciembre, asciende por los cielos, repartiendo calor y vida. Todas las civilizaciones y culturas conocidas recogen esta festividad en el elenco de sus celebraciones. Más aún, muchas de ellas asocian el solsticio de invierno, el nacimiento del sol, con el propio nacimiento de sus dioses.
Hace más 3.000 años, se celebraba en Frigia el 25 de diciembre el nacimiento del dios Attis de una virgen llamada Nana y algunas tradiciones budistas relataban hace ya más de 2.500 años que Buda había nacido en esa misma fecha de otra virgen, Maya, tras haber sido anunciado por una estrella. Sin salir de Asia, hace 4500 años se creía que Krishna había nacido también de la virgen Devaki el 21 de diciembre. Curiosamente, su padre era un carpintero y a su nacimiento, señalado por una estrella en oriente, asistieron ángeles y pastores. En todos estos casos, el común denominador es que en el solsticio de invierno acontecía y se conmemoraba el nacimiento de un dios o un profeta de una madre virgen, desde el firme convencimiento por parte de los fieles de que únicamente sus propias tradiciones navideñas eran las verdaderas, siendo todas las demás falsas y paganas.
En la mitología griega clásica nos encontramos celebraciones y tradiciones muy parecidas. Dionisos nace el 21 de diciembre de una princesa virgen, y fue colocado en un establo o pesebre. Heracles o Hércules nace también en el solsticio invernal de otra virgen, Alcmena, cuyo marido se abstuvo de tener relaciones sexuales con ella hasta el nacimiento de su hijo.
También el dios Horus egipcio, según una tradición que se remonta a más de 6.000 años, nace el 25 de diciembre de la virgen Isis-Meri en una cueva con ganado. Su nacimiento fue anunciado por una estrella en el oriente y acudieron a su venida al mundo tres hombres sabios. También Zoroastro o Zaratustra nace de una virgen y fue concebido “por un rayo de luz divina”. Y sin dejar Persia, otra tradición de hace más de 4.000 años relataba que Mitra nació de una virgen en el solsticio de invierno en una cueva y a su nacimiento asistieron pastores que portaban presentes.
En resumidas cuentas, nadie puede quitarnos estas fiestas navideñas, porque a ella está asociada la historia de la humanidad; más concretamente, la historia de las explicaciones mitológicas que los seres humanos han ido dando del cosmos y de la naturaleza a lo largo de miles de años. La celebración solía comenzar el 21 y el 25 de diciembre alcanzaba su momento culminante. Hoy son otros dioses, otras tradiciones, otros relatos, otras costumbres, pero en el corazón del ser humano sigue aferrada la necesidad de continuar con sus mitos estacionales y cíclicos: en el solsticio de verano las hogueras en la noche cantan la plenitud del sol, de su luz y su calor; en el solsticio de invierno, irrumpe entre las tinieblas la esperanza de que el sol renace, lleno de promesas.
En el solsticio de invierno, frigios y romanos, persas e indios, griegos y egipcios, judíos y celtas, celebraron y conmemoraron con júbilo y esmero sus tradiciones, sus cánticos y villancicos, sus ritos y relatos. Hoy no tiene por qué ser de otra manera, pues forman parte del patrimonio de la humanidad. Por eso nadie puede ni quiere ni debe quitar las fiestas de la Navidad.
Ahora irrumpe el dios Consumo en las fiestas navideñas de los últimos tiempos: puede con todo, marca el ritmo y las pautas de su celebración. Asoma el sol en el horizonte, cargado de buenos deseos y sobre todo de montañas de compras y regalos. El solsticio de invierno anuncia el agrandamiento paulatino de la luz y del calor, la preparación de la tierra para ofrecer en el futuro toda su exuberancia de frutos y de cosechas. El día irá venciendo a la noche, y los fieles adoradores del dios Consumo derramarán hasta la última gota de sus carteras para comprar, comer, beber, regalar y divertirse en el seno de sus diversos clanes.
Como dice mi amigo Pedro, Feliz Solsticio y Próspero… Mérimée.
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