miércoles, 13 de mayo de 2009

Lenguajes, ejércitos y armadas

El filólogo Max Weinreich dejó escrito a mediados del siglo XX que “una lengua es un dialecto con un ejército y una armada”; es decir, suele ser considerada solo dialecto por carecer de ejército y de armada. Si se cuenta con el poder de la fuerza, puede decidirse también la valoración social que han de asumir los lenguajes y los hechos en una determinada sociedad y determinar las fronteras que separan las expresiones y las palabras socialmente aceptables de aquellas otras que quedan proscritas o excluidas.

Así, por ejemplo, el poder tiende a mantener a la libertad siempre en libertad condicional, de tal forma que quien contraviene los límites establecidos de las leyes y las buenas costumbres corre el riesgo de ser considerado despectivamente un libertino. Eso explica que, cuando ese poder ha estado exclusivamente en manos del conservadurismo ideológico, como es el caso de España, el diccionario oficial de la nación establezca que el libertinaje consiste también en la “falta de respeto a la religión”, o que librepensador no es quien piensa libremente, sino quien osa reclamar independencia “de todo criterio sobrenatural”. Es decir, quienes no aceptan un criterio “sobrenatural” en su forma de pensar y de vivir quedan convertidos automáticamente en librepensadores y, por lo tanto, condenados a morar en las mismas mazmorras oficiales que el ateo, el masón, el libertino, el comunista, el libertario…

Si alguien piensa u opina al margen o en contra de las doctrinas oficiales de quienes poseen un ejército y una armada es un heterodoxo (o sea, alguien que tiene unas ideas diferentes, desviadas o contrarias a la única ideología verdadera, la ortodoxia), con el añadido de que el oficialmente ortodoxo no implanta su ideología mediante el razonamiento y la argumentación, sino por medio del ejército y la armada que lo sustentan. Y el pueblo suele aceptar este estado de cosas sin rechistar. Como botón de muestra, la ortodoxia tiene potestad para destruir todos los tótems ajenos (considerados ídolos falsos y supersticiones) y colocar en su lugar a sus propios tótems (imágenes sagradas, que se veneran en los templos y se pasean de vez en cuando por las calles como iconos de la única religión verdadera). A lo largo de la historia de la humanidad, las sucesivas ortodoxias han ido destruyendo ídolos y erigiendo imágenes en nombre del dios que en cada caso quedaba amparado por el ejército y la armada del poder que había conseguido la hegemonía en un territorio determinado. Por supuesto, los destructores de ídolos y erectores de imágenes están convencidos de que sus dioses son tan únicamente verdaderos como eternamente definitivos, por lo que, según ellos, quienes proponen alguna idea diferente pertenecen a sectas y hacen proselitismo, pero quienes van a persuadir a los paganos e infieles con sus propios tótems y su propia ideología son misioneros y hacen apostolado.

La derechona ideológica hispana y católica, gracias al privilegio de poseer las llaves de la verdad, gracias también al amparo de los ejércitos y las armadas, ha decretado que cuanto difiere o disiente de su ortodoxia, o es irrelevante o ha de ser extirpado por cualquier medio. Teodosio y Recaredo, Isabel y Fernando, Felipe II y Fernando VII, Primo de Rivera y Franco lo han ido dejando claro a lo largo de la historia. Esa derechona, que con tanta fuerza pervive en nuestro país, pretende seguir siendo el epicentro rector de la moral y las costumbres, de la estricta vigilancia de las libertades, de la extirpación quirúrgica de las heterodoxias sociales, políticas e ideológicas.

Así, quien no se adscribe a su ideología es un in-fiel (falto de fidelidad, “que no profesa la religión considerada como verdadera”, RAE), un des-creído o un in-crédulo (“sin creencia, porque ha dejado de tenerla”, RAE), un im-pío (falto de piedad, “falto de religión”, “contrario u hostil a la religión”, RAE). Quien se aparta de la línea oficial de pensamiento es un hereje (uno de cuyos significados es “desvergonzado, descarado, procaz”, RAE), quien niega o rechaza la religión es un a-teo, y quien pone en entredicho la capacidad misma de plantear y conocer una presunta dimensión ultranatural es un a-gnóstico. En todos estos casos, el lenguaje muestra que la ortodoxia oficial ha establecido que las ideas y las normas propias se definen en positivo, mientras que las contrarias se presentan en términos negativos, es decir, como una carencia de lo que se debe ser y pensar. Y en el caso de que alguien se empeñe en seguir hablando dialectos, para eso están los cañones del ejército y la armada.

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