Supongamos por un momento que en la ciudad de Zaragoza hay unas cuantas mezquitas, y desde lo alto de sus minaretes se convoca a los fieles musulmanes varias veces al día a la oración. Seguramente, la mayor parte de los zaragozanos se quejaría con razón, porque a ellos no les concierne la religión musulmana y quieren estar en sus casas y pasear por la calle sin tener que oír diariamente por unos altavoces las llamadas del imán a la oración. Eso sí, desde el respeto a las creencias y las costumbres, seguramente estarían también de acuerdo en que los musulmanes que viven en su ciudad puedan celebrar sus cultos y reunirse en sus mezquitas libremente y siempre que lo crean conveniente.
En un país civil, democrático y aconfesional como constitucionalmente es el nuestro, esa suposición es aplicable a cualquier otra confesión o creencia particular, incluida la católica. Las instituciones públicas del Estado son patrimonio común de todos por igual, y los lugares y recintos públicos (sobre la base de esa misma igualdad constitucional) deben pertenecer y estar al servicio de todos en la misma igualdad de condiciones. Está de más la llamada pública a la oración musulmana desde un minarete que inunde la vía y la vida pública, pues los cánticos y los rezos musulmanes han de hacerse dentro del recinto de la mezquita. Por la misma razón, un cántico católico no tiene por qué emitirse varias veces al día cada día del año por megafonía hacia las calles y los barrios de la ciudad, pues ese cántico puede y debe hacerse con plena libertad y cuantas veces se quiera dentro de las iglesias y los lugares de culto católico.
No es otra la razón por la que la asociación aragonesa MHUEL, Movimiento hacia un Estado Laico, ha presentado mediante instancia oficial al Ayuntamiento zaragozano una solicitud para que cese la emisión al exterior del cántico “Bendita y alabada sea…”. No se trata de que moleste a muchos o a pocos o de medir los decibelios de los altavoces situados en dos torres de la basílica del Pilar. Es ante todo la reivindicación de que la ciudad, sus calles, sus habitantes y viandantes y también su ambiente público son acordes con la libertad de conciencia, las ideas y las sensibilidades de todos.
No se quiere prohibir ninguna manifestación religiosa o de cualquier otro tipo. Todo lo contrario, el laicismo aboga por el respeto a todos los derechos y todas las libertades, incluida la religiosa. Concretamente, la iglesia católica zaragozana tiene solo en la Plaza del Pilar varias capillas e iglesias de culto, entre las que se cuentan una basílica y un catedral. Allí pueden acudir los fieles católicos las veces que deseen y entonar cuantos cánticos quieran, como manifestación de la libertad constitucional de cultos, a la vez que el espacio público queda al margen de las llamadas a rezar y alabar a Alá, a Yahvé, a la Virgen local o a la deidad que se tenga. Ciertamente, como algunos argumentan, en algunas zonas del mundo, principalmente de corte musulmán, existen muchas cortapisas para la libertad religiosa y de conciencia y poco respeto hacia los derechos humanos, pero eso no debe mover a otra cosa que a lamentar que tan troglodítica situación aún exista en determinados países. En Occidente hemos tenido la fortuna del Humanismo, el Renacimiento y la Ilustración, pero en otras zonas todos esos principios y valores por desgracia aún están por llegar.
En un país civil, moderno y democrático debe resultar perfectamente conciliable la libertad religiosa de las distintas confesiones (católica, judía, protestante o musulmana) con un Estado aconfesional y con unas instituciones públicas aconfesionales. La vida pública ciudadana pertenece a todos por igual y debe estar separada de las creencias de los individuos y de los grupos. El Estado aconfesional puede ser el garante del ejercicio pleno de todos los derechos y libertades, precisamente porque deja patente que las instituciones públicas y los espacios públicos están por encima y quedan al margen de cualquier confesión religiosa.
De igual modo, muchas de las fiestas tradicionales, con raíces religiosas cristianas y anteriormente “paganas”, son expresión de tradiciones ancestrales y del sentimiento popular, y, como tales, forman parte de la cultura de una sociedad. Precisamente por ello, tienen pleno derecho a manifestarse públicamente en fechas determinadas, con tal de que cuenten con los debidos permisos gubernamentales. De hecho, otras instituciones igualmente privadas, cada una en su ámbito particular y su área de competencia, se manifiestan de forma análoga, como, por ejemplo, el Real Zaragoza cuando celebra la conquista de algún trofeo, el mundo sindical el 1º de Mayo o el mundo homosexual el Día del Orgullo Gay. Pero una cosa son las fiestas y tradiciones populares, y otra cosa bien distinta, la emisión por megafonía –por lo menos- mil noventa y cinco veces al año de un cántico confesional. Todo, pues, en su sitio,
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