El tren estaba a punto de
arrancar cuando lo vi sentado frente a mí: desde hace muchos años somos buenos
amigos y cada vez que nos vemos compruebo que los años no pasan por él.
Enseguida, como es habitual entre nosotros, se puso a hablar con calma y sin
pausa. Esta vez quería comentarme algunas cosas sobre la amistad y, como asentí
con la cabeza, a renglón seguido comenzó a desgranar sus pensamientos. La
amistad, dijo, es lo más necesario para la vida: de hecho, nadie querría vivir
sin amigos, por muy rico, poderoso o famoso que fuese, pues solo con
amigos la vida se hace plena y dichosa. Piensa,
si no –continuó-, que dos amigos no se reclaman justicia, pero dos hombres, por
muy justos que sean, sí necesitan de la amistad. O sea –concluyó-, que la
amistad no solo es necesaria, sino también hermosa.
Dejábamos atrás Calatayud, y él
proseguía explicando con tono apacible que algunos buscan tener amigos por
interés y otros quieren estar con los amigos sobre todo para pasarlo bien, pero
en ambos casos no se puede hablar propiamente de amistad, ya que entonces se
buscan primordialmente a sí mismos y quieren tener amigos solo por lo que les procuran
(utilidad o placer). Sin embargo, los verdaderos amigos quieren simplemente lo
mejor para el otro y quieren al amigo por él mismo, por lo que es. Y no es que
un verdadero amigo –precisó- no nos resulte
agradable y útil para la vida, pero en ningún caso debería ser un medio que
utilizamos solo por propio interés o para pasarlo bien, sino una persona en la
que sobre todo se reposa plácidamente y se confía, pues deseamos el bien del amigo sencillamente
por el aprecio que le tenemos. Un amigo es un tesoro que proporciona toda su
riqueza, por eso nada se le exige a un amigo, pues ha de bastar lo que es y
como es.
A lo lejos se veían los campos
del Jalón, y él continuaba incansable con sus reflexiones: no es posible ser
amigo de muchos con perfecta amistad, como tampoco lo es estar enamorado de
muchos al mismo tiempo (pues amar tiende a rebosar en amor, lo que solo puede
cumplirse con un sola persona). No hay que olvidar además que todos nos
complacemos en ser queridos por el agrado que produce el cariño mismo, y por
eso tenemos esa sensación tan grata de descanso y confiada intimidad cuando
estamos con un verdadero amigo: con él no hay reproches ni exigencias. Todos queremos
lo que es hermoso, y a la vez escogemos deliberadamente lo provechoso: de ahí
que sea tan hermoso procurar el bien del amigo sin buscar una compensación y
tan provechoso para nosotros mismos recibir sus atenciones. No hay que exigir,
pues, del amigo lo que no es o no tiene, pues en tal caso estamos obrando de
modo egoísta, al esperar de él más bien lo que nos gustaría que fuese. De
hecho, las diferencias entre amigos suelen tener lugar cuando no son amigos de
la manera que creen serlo.
El tren se encaminaba ya hacia
Guadalajara cuando me explicó que, en el fondo, las relaciones amistosas se
originan de la relación que cada uno tiene consigo mismo. Un verdadero amigo es
el que quiere lo mejor para el otro y, si lo pensamos bien, no es otra cosa lo
que queremos y deseamos para nosotros mismos. Podemos dolernos y disfrutar con
el amigo, porque en la vida también nos dolemos y disfrutamos en la soledad de
nosotros mismos. En el fondo, el amigo es otro yo. Por eso la plenitud de la amistad
es comparable al amor que una persona debe tenerse a sí misma.
Por lo mismo, quienes sufren un
desequilibrio interior buscan compañeros (no amigos) con los que consumir los
días y escapar de sí mismos, porque, si no, estando solos, se acuerdan de
muchas cosas desagradables y temen que les sobrevengan otras parecidas. Al
tener pocas cosas amables en su vida,
son incapaces de experimentar sentimientos de amistad hacia sí mismos, y de vivir
las cosas buenas y las dolorosas consigo mismos, olvidando así que cada uno ha
de ser el mejor amigo de sí mismo y que debemos amarnos sobre todo a nosotros mismos. Así se entiende incluso
que quienes dan su vida por un amigo eligen para sí mismos el mayor bien, y que
la amistad es condición necesaria para la felicidad.
El tren se detuvo en Atocha y mi buen amigo Aristóteles volvió a reposar en el libro Ética a Nicómaco. “Me gustaría vivir también en la casa de tus
amigos y tus lectores” –me dijo como despedida-. “Puedo ser un buen regalo en
estas fiestas y morar así en sus mentes y sus corazones”.
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