Metido estoy desde el jueves en un
pozo negro, profundo, oscuro: la mente de Andreas Lubitz, copiloto del avión de
Lufthansa, que estrelló voluntariamente el aparato con todos sus viajeros y
tripulación en un valle de los Alpes. No puedo, no quiero salir de allí. Me
dicen que, según un informe de la policía del Land germano de
Renania-Palatinado, estaba deprimido y en tratamiento Andreas, un hombre de 27
años con demasiada inexperiencia aún en la navegación comercial aérea, con
padre, madre, amigos, familia, compañeros de jarras de cerveza y alguna que
otra muchacha enamorada de ese joven amigo prometedor.
Estoy
metido en ese pozo negro y ya he renunciado a plantearme cualquier cosa, ya que
son preguntas que renuncian a la lógica y sus posibles respuestas sobrenadan en
lo absurdo. Desde hace años estoy convencido de que todos los seres humanos
tenemos derecho a disponer libre y responsablemente de nuestra propia vida, como
continuación natural del derecho a una vida digna. Solo la libertad de
conciencia de cada persona debe decidir el momento y las circunstancias de su
muerte digna y ninguna institución o ideología están legitimadas para suplantar
o anular la conciencia, la libertad y el derecho de cada persona a decidir y
disponer sobre su propia vida y su propia muerte. Por esta misma razón, nada ni
nadie tienen la potestad de suplantar o destruir el derecho que cada persona tiene “a la vida, a la libertad y
a la seguridad de su persona", tal como se reconoce en el artículo 3º de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Se me paraliza la racionalidad aletargada en mis
lóbulos frontales cuando leo (con tanta, con tan demasiada frecuencia) que un
energúmeno descerebrado quita salvajemente la vida de su mujer y/o sus hijos
por celos, venganza y troglodítico machismo. Resolvería de igual modo su
bestial insensatez quitándose de en medio mediante el método que eligiere, mas,
al contrario, se da a menudo el lacerante y cabreante caso de que tras cargarse
a sus próximos prójimos, el agreste asesino “no acierta” a matarse del todo.
Cada vez que ocurre algo parecido, caigo en la cuenta de que no he salido aún
de ese pozo negro, profundo, oscuro, en el que Andreas
Lubitz me ha sumergido unos cuantos kilómetros más de profundidad.
Si me
encontrara frente a frente con el familiar o allegado de alguna de las víctimas
del asesinato colectivo perpetrado en los Alpes franceses el 24 de marzo
pasado, solo querría darle un abrazo y regalarle mi silencio, pues cualquier
palabra sobraría, cualquier otro gesto pesaría demasiado en el alma de quienes
lloran la ausencia del ser querido fallecido en ese Airbus de Germanwings.
Seguramente,
no los veré ni los conoceré, pero en ese abrazo invisible, sobre mi algo desvencijada
silla de ruedas, quiero recitarles ahora, con voz queda, cerca de sus mejillas,
unos cuantos versos del poema Respuesta, de José Hierro:
Quisiera que tú me entendieses a mí
sin palabras,
sin palabras hablarte, lo mismo que
se habla mi gente.
Que tú me entendieses a mí sin
palabras
como entiendo yo al mar o a la
brisa enredada en un álamo verde
(…)
Si ahora yo te dijese que había que
andar por ciudades perdidas
Y llorar en sus calles oscuras
sintiéndose débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus
sueños oscuros,
y sentirse hecho de aire y de nube
y de hierba muy verde...
(…)
Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué
hierro candente,
qué olores, colores, sabores,
contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber que me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo
sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre
vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno,
llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la
lumbre celeste?
Sin palabras, amigo; tenía que ser
sin palabras
como tú me entendieses.
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