sábado, 9 de febrero de 2008

Nocturno de madrugada


Se levanta en noche cerrada. Va a la cocina, desnudo. Siempre se pregunta si alguien le estará viendo a través de los cristales de la puerta de la terraza. Un edificio inmenso se adivina al otro lado del patio de luces. Una sola luz en aquella mole. Quién será. Un viajero, un trabajador de noche, un insomne, un amante incansable, un estudiante angustiado por un examen... La luz se apaga y se enciende otra, blanca, a los pocos instantes. Será la cocina. Una vida decidiendo cosas tan importantes como tomar algo antes de salir o qué me pongo por las mañanas. Decenas, centenares de ventanas a oscuras. Todos durmiendo, al unísono. Ronquidos y respiración susurrante. Cuerpos desnudos y camisones y pijamas y paños menores y camisetas... Sudor de las sábanas sudadas... Sueños y pesadillas... Un niño pequeño con el vaso de agua con el cuento de La Sirenita siempre en la mesilla. Mesillas con vasos que contienen dentaduras postizas. Cada cuarto, cada ventana es el centro del universo, cada par de ojos son las ventanas del mundo. Sinfonía de ventanas que irán encendiéndose para emprender otra nueva jornada. Ella también se despertará, madura, canosa, cansada, bañada de escepticismo. Se apartará del marido, siempre tan gélido, con los pies helados. Aún recuerda sus tiempos de luna de miel, en pleno invierno, cuando él ponía sus pies sobre el vientre y los pechos y el sexo y los muslos de ella. Parecía que la Antártida entera penetraba en su vientre, paralizaba cada uno de sus músculos. Ella prepara el café, recoge el comedor, detiene el sonido penetrante del despertador. El no se despierta, a pesar de que ya son muchas las ventanas encendidas del edificio. Ella se extraña. El siempre se incorpora de inmediato de la cama, pone sus pies gélidos sobre la alfombra, recorre el pasillo hasta el baño para salpicar de paso la tabla del inodoro. Pero él nada dice o hace como de costumbre y a ella le recorre un escalofrío. Se allega hasta la cama de uno-veinte (la compraron hace veintiocho años, poco ante de casarse) y sacude el hombro del marido, tan helado como habitualmente sus pies. Ella lo sabe. El jamás encenderá sus ojos. Y la ventana de aquella habitación quedará oscura para siempre.

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