
El dibujante Erlich volvió a sorprenderme hace unos días con una de sus viñetas aparecidas en el diario El País. Me quedé absorto en ella. Me llevó a otro mundo.
Esa cartera, cerrada, situada en un lugar sin dimensiones, me planteaba mil preguntas. Parecía ser lo único que tenía a mano aquel hombre. En ella estaban guardados sus negocios, sus preocupaciones, sus ocupaciones, todo aquello que socialmente le otorgaba una determinada identidad. Sin embargo, en aquellos momentos esa cartera era nada. No tenía respuestas, carecía de sentido. Incluso, de tener corazón, esa cartera se sentiría postergada, pues su dueño pertenecía ahora por completo a otra realidad, y ella estaba sabiendo que nunca sería la cartera de antes.
El hombre mira y mira, de hito en hito, algo separado de aquel agujero, como si tuviera miedo o prevención de caer o no supiera qué le deparaba tras esa prolongada mirada. Tantos años con su cartera, con sus traje y su corbata, y ahora está allí arrodillado, mirando. Hasta el escaso pelo de su cabeza parece también presa del asombro. Un mundo nuevo está ante sus ojos. Y ese hombre se pregunta qué es eso, tan extraño, tan inmenso, que aparece ante sus ojos.
Hay nubes y aves. También un sol radiante. Y un firmamento muy azul. Ese hombre quizá sabe que lo vivido hasta ahora es pura filfa en comparación con lo que ahora está contemplando.
(¿O ya lo conocía? ¿Por qué está ahora en ese otro espacio, grisáceo, sin un solo objeto que pueda servir de referencia? ¿Dónde vive realmente ese hombre? ¿Dónde quiere vivir realmente ese hombre? ¿Dónde se siente bien ese hombre? ¿Dónde se siente seguro?).
Vi esa viñeta de Erlich, y casi inmediatamente la asocié al mito platónico de la caverna.
A todo esto, yo no dejaba de preguntarme desde qué otra dimensión mis ojos miraban a aquel hombre, a quien presentía nostálgico y triste.
Quizá el hombre de esa viñeta, desde aquel agujero, estaba mirándome, mientras yo no podía dejar de mirarlo fijamente.