domingo, 19 de octubre de 2008

Paralipómena sobre la memoria


Próximo artíulo para el Periódico de Aragón, 22.10.2008

Creía que desde hace veintitantos siglos estaba muerto, pero el otro día Eubúlides de Mileto, filósofo conocido principalmente por su argumento conocido como “el Mentiroso”, salió del libro que estaba consultando y se plantó ante mí con un montón de preguntas. ¿Por qué nuestro empeño y nuestra costumbre de enterrar los restos de los muertos? ¿Por qué queremos recuperar sus cuerpos?

En casi todas las culturas y civilizaciones ocurre así, le respondí; enterramos a los muertos principalmente por respeto y consideración hacia ellos. Sin embargo, Eubúlides replicó enseguida que la prueba principal de afecto hacia un fallecido es recordarlo y avivar ese recuerdo en el corazón, pues la materialidad de esos restos son mera materia orgánica, que bien poco tiene que ver con la persona que ha vivido entre nosotros. Añadió que podría admitir en todo caso un enterramiento por razones higiénico-sanitarias, y que no es precisamente acertada la palabra “descanso” para referirse a unos restos que tienen poco que ver con la persona muerta.

Eubúlides me relató que en la invasión de Corea a finales del siglo XVI, los japoneses victoriosos cortaron y conservaron la nariz de veinte mil coreanos como trofeo, hasta que recientemente esas narices han sido repatriadas como signo de reconciliación entre ambos países. También me recordó el guerrero disecado del Museo de Historia Natural de Bañolas, que un siglo después fue devuelto para ser enterrado en Botsuana. O el cuerpo embalsamado de Lenin en la Plaza Roja para culto de personas oficialmente materialistas ateas. O la costumbre de entregar los moribundos y los muertos a los animales en algunas zonas y culturas del Ártico o del África Oriental, como tributo y reconocimiento de que somos un elemento integrante más de la naturaleza.

Repliqué a Eubúlides que, si estaba aludiendo a la cuestión de la Memoria Histórica, la voluntad de encontrar los restos de los fallecidos, de enterrarlos dignamente, es sobre todo un acto de amor hacia ellos. Cuando fueron fusilados en una cuneta o en la tapia de cualquier cementerio nos dejaron una herida abierta: hubiéramos querido acompañarles, remediar la soledad de sus muertes, gritarles que la razón y el honor estaban con ellos. Sus verdugos los mataron salvajemente, despreciando su inocencia, solos. Ahora, la búsqueda de sus restos, la voluntad de aclarar sus asesinatos, el deseo de que recobren una identidad es un deber de justicia. También y sobre todo es un acto de amor.

Proseguí diciéndole a Eubúlides que todo ello es también una forma de rendir homenaje a las ideas e ideales por los que murieron, de reafirmar sus valores y sus propósitos. Se lo debemos. A través de esos restos, queremos que recuperen públicamente su dignidad e identidad.

Eubúlides me contó, a su vez, que el filósofo Schopenhauer dejó instrucciones de que su cuerpo no fuera enterrado hasta cinco días después de su fallecimiento, hasta que empezara a descomponerse. Cuentan algunos cronistas que el aire llegó a ser realmente irrespirable. “Casi todos soportamos muy mal el hecho de morir”, añadió Eubúlides, “por eso disfrazamos como sea nuestra zozobra ante la muerte”.

Continuó relatando la suerte final que les aguarda a los restos de los monarcas españoles: antes de ser trasladados al Panteón real, quedan de 20 a 40 años en una estancia cerrada llamada “pudridero real”(allí están aún los cadáveres de los tres últimos fallecidos borbónicos). En la ceremonia de su ingreso en el pudridero, con la presencia del Ministro de Justicia, se dan tres golpes en el féretro, llamando por su nombre al difunto. Después, el jefe de la Casa Real declara solemnemente: “Puesto que el Rey no responde, está muerto”. Es el temor ancestral a las tinieblas de la ultratumba, concluyó Eubúlides, además de todo un monumento a una lógica arriesgada, pus el hcho de no responder no equivale necesariamente a estar muerto.

Le hablé entonces del psicoanalista C.G. Jung, de sus fascinantes teorías sobre los “arquetipos”, que reposan en el magma subconsciente de la humanidad y de cada uno de nosotros, que a la vez tanto desconcierto generan cuando afloran a la conciencia. Jung describe el arquetipo de la ultratumba como “una ilimitada extensión llena de inconcebible imprecisión, en la que al parecer no hay ni fuera ni dentro, ni arriba ni abajo, ni aquí ni allá, ni mío ni tuyo, ni bueno ni malo. Es el mundo del agua, en el que flota, suspenso, todo lo vivo…”.

Apenas acabada esta cita de Jung, Eubúlides dio un salto y desapareció de mi vista, zambulléndose entre la multitud de folios del sumario en que Garzón denuncia un delito de insurrección y un plan de exterminio sistemático de los disidentes durante la guerra civil y la posguerra.

A lo lejos, Lorca cantaba: “Aquí no quiero más que los ojos redondos para ver esos cuerpos sin posible descanso”.

6 comentarios:

  1. Puagh! Qué mal suena eso del pudridero real...

    Pd. ¿Te imaginas que algún rey responde a la llamada?

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  2. Hola, Géminis/shazz. Puestos a imaginar siniestreces, preferiría que respondiese algún Presidente de la República...

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  3. Vaya artículo impresionante.
    Te felicito, Antonio.

    Leí que decía el poeta Marcos Ana hace unos días que "la venganza no es ninguna ieoogía", como tú explicas, no es ese deseo el que nos lleva a dignificar a las víctimas de too lo que siguió al golpe de estado del 36.
    Espero que también algún día, podamos exigir que se llame a las cosas por su nombre.

    Una joya el artículo. Gracias.
    (A estas horas ya me toca ir a descansar... en paz. :)

    Un abrazo

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  4. Gracias, amiga Elvira
    Suena tu mensaje en medio del camino que recorremos juntos. Sabernos así, ybudos, es un alivio y un acicate para proseguir andando.

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  5. Naturalmente que los (verdaderos) familiares de la víctimas son los únicos que necesitan saber que pasó, a los victimarios ???

    A ver cuando abordás un tema relacionado a la inmigración, compadre.

    Salud2

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