lunes, 29 de noviembre de 2010

Cuando todo esto sea un cuento

Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón

 

Cercano está el día en que nuestros hijos no contarán ya a sus nietos el cuento de Caperucita Roja o el de Garbancito, sino otros cuentos aún más fantasiosos: por ejemplo, que en tiempos y países lejanos había un servicio de sanidad que atendía, operaba y medicaba gratuitamente a todos los habitantes de Hispanolandia, que todos podían ir a la escuela y la universidad por el hecho de ser ciudadano y sin tener que ser millonario o que hubo un tiempo en que la gente se preocupaba por algo más que por las personas y las cosas que estaban a más de dos metros de sus narices. Los nietos de nuestros hijos moverán entonces sus cabezas con incredulidad y se preguntarán si sus abuelos les están tomando el pelo al contarles unas historias tan inverosímiles.
Los nietos de nuestros hijos estudiarán en sus soportes informáticos de Historia que en la primera década del siglo XXI se esfumó la Sociedad del Bienestar en el continente europeo desarrollado (en dos tercios del planeta morían a millones de hambre y de miseria, y dos tercios de la humanidad padecían hambre crónica y muerte cercana). Conocerán también, aunque maquillado con esmero, que cien años de lucha obrera habían conseguido unos servicios sociales para toda la ciudadanía, atendida por la sanidad pública desde que abría los ojos al mundo hasta la administración de los últimos cuidados paliativos, e instruida obligatoriamente desde los cinco a, como mínimo, los dieciséis años. Estudiarán también que por aquel entonces se hablaba de derechos cívicos, y que los trabajadores, las mujeres y los desempleados reclamaban sus derechos fundamentales, al igual que se reivindicaba el derecho a una vivienda digna o las personas minusválidas exigían que el dinero público se destinara también a la eliminación de barreras arquitectónicas o las personas que llegaban al atardecer de sus vidas reclamaban unas pensiones dignas.
Pero hubo una gran crisis económica que borró de la faz de la tierra ese Estado de bienestar y lo que en pleno siglo XX recibía en Europa el nombre de socialdemocracia. La gente de inicios de siglo XXI se tragó cosas tan inverosímiles como que la culpa la tenían los propios países afectados o que todo se debía a abstractos “ataques especulativos”, si bien nadie parecía interesado en saber o dar a conocer de dónde provenían dichos ataques y quiénes eran realmente esos atacantes presuntamente anónimos. La sala de máquinas de aquella involución recibía el nombre de “mercado” y el resultado final fue que los ricos de toda la vida no se enteraron de aquella fractura social y de la quiebra de unos niveles socioeconómicos comunes relativamente dignos, pues ellos cada vez eran más ricos. Al mismo tiempo, las filas de la precariedad se hicieron cada vez más grandes y aumentó sobremanera el número de los pobres de solemnidad. Pero eso a los ricos no les importaba: tenían sus colegios y universidades privadas y cuando les dolía algo cruzaban el océano para ser cuidados en clínicas privadas de última generación.
Entretanto, los gobiernos de los países esquilmados eran tan imbéciles que sus gobernantes cumplían obedientemente lo que unos organismos internacionales (en realidad, tan en las manos de los especuladores como la propia ONU) les dictaban que hicieran: menguar plantillas, bajar las pensiones, reducir los sueldos, flexibilizar la contratación laboral, esquilmar el coste del despido, aumentar los impuestos sobre la renta, inyectar fondos públicos en empresas financieras privadas con problemas. A eso, eufemísticamente, se lo llamaba “hacer los deberes”. En realidad, los “atacantes” (fondos privados, especuladores, bancos de inversión) habían montado aquel enorme guirigay económico  en todo el mundo para seguir siendo enormemente ricos y poderosos, continuar teniendo la sartén por el mango y debilitar las ya escasas fuerzas de quienes aún osaren oponerse y protestar. Los atacantes especuladores utilizaron impunemente ese pozo negro denominado “mercado” para conseguir sus objetivos e impusieron las reglas de ese mismo mercado para que las economías domésticas quedaran saneadas a su gusto y en su propio beneficio. Sin embargo, pocos parecían por aquel entonces indignados, cabreados o con voluntad de pedir a alguien algún libro de reclamaciones. Se encerraron en sus casas, encendieron sus televisores para ver el derbi futbolístico del siglo y se hizo definitivamente de noche en el mundo.
Lo que los nietos de mis hijos no sabrán nunca es que hace unos días recibí por Facebook (una hiperantigualla antediluviana para ellos) un mensaje verdaderamente esclarecedor: “Ayer, en los poco minutos que veo televisión, me llamó la atención la opinión de una estudiante: ’por supuesto que en España hay problemas, pero yo vivo aislada en mi burbuja’. Qué bien han sabido hacerlo..."  Y efectivamente, lo están haciendo de maravilla. Si el Informe Pisa evaluara el espíritu crítico y el talante combativo del alumnado y de la ciudadanía de nuestro país, obtendríamos un enorme suspenso o una matrícula de honor (según quién fuera el examinador). Y colorín colorado.

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