No es noticia que la derecha se coaligue
cara a las próximas elecciones o para formar gobiernos. Sus dirigentes lo
acuerdan, sus militantes y votantes aplauden con fervor, y sanseacabó. Más aún,
cuando en Aragón tenemos a un partido, el PAR, capaz de batir cualquier récord
camaleónico con tal de seguir calentando
sillones y poltronas (el fenómeno del partido de Biel daría para varias tesis doctorales). Y es que la fidelidad y
el fervor del electorado de derechas son cada vez más parecidos al proceder de
los seguidores de una religión.
Sin embargo, parece que también hay
atisbos de una posible unidad electoral de la izquierda para el 20-N en Aragón,
lo cual, visto lo visto hasta ahora, rayaría en lo portentoso. Lo probable es
que, de no obtenerse ese acuerdo, los grupos implicados culparían a la otra
parte del negativo resultado o descargarían responsabilidades sobre las
respectivas militancias. Y de haberlo, seguramente brotarían ipso facto de allí
grupos políticos disidentes con la pretensión de salvaguardar la quintaesencia
de los partidos originarios.
En cualquier caso, de poco serviría una
unidad electoral sin una verdadera propuesta política y económica de izquierda.
El PSOE, por ejemplo, está inundando algunos medios de comunicación con el
eslogan “con Rubalcaba, sí”, sin
apenas decir una palabra sobre qué quieren hacer o deshacer Rubalcaba y el
socialismo español. En otras palabras, están incurriendo en el mismo error de
casi siempre: presentar candidatos, en vez de contenidos, obviando así que en
nuestro país cada vez hay más gatos escaldados que quieren dejarse ya de buenas razones y fiarse solo de las
obras contantes y sonantes, que son los auténticos amores.
Generalmente, asumimos como principios
intocables y cuasi sagrados que cualquier revisión o transformación de la
sociedad o del mundo conduciría a alguna suerte de Armagedón planetario o al
fin de la civilización occidental (considerada como la única y verdadera
civilización). Pues bien, el verdadero objetivo de la izquierda debería ser
ante todo la crítica radical del sistema actual y la lucha por un mundo más
justo, solidario, igualitario y libre.
En efecto, el sistema que perpetúa en la
pobreza a dos tercios de la población mundial parece mostrarse como intocable,
pero apenas se pone, de hecho (olvidémonos ahora de retóricas y programas), en
cuestión. Solo en el primer semestre de este año hay, según el Banco Mundial,
47 millones de pobres más en el mundo debido al “encarecimiento de los
alimentos”, pero el sistema no se pone en cuestión. Llevamos varios años oyendo
hablar de crisis y posible recesión económica, estamos en manos del dictamen
diario de unas agencias de calificación de riesgos que deberían estar con la
boca cerrada dados los éxitos predictivos en el pasado, las empresas
financieras y multinacionales aumentan sus beneficios año tras año en un mundo
donde el desempleado del mundo desarrollado puede comer lo que otros miles de
millones de seres humanos ni sueñan tener. Pero apenas se producen llamadas
reales y veraces, de hecho (olvidémonos ahora de retóricas y de programas), a
la lucha activa para cambiar la situación.
Toda la izquierda occidental procede de
historias revolucionarias y del enfrentamiento directo con el sistema, por lo
que debería saber que la derecha solo cede algo si se le arrebata por las
buenas o por las malas. Una reforma agraria del y para el pueblo no será jamás
producto de la iniciativa de la derecha terrateniente e improductiva. ¿Tanto
cuesta revindicar real y verdaderamente una banca pública, un sistema
impositivo y fiscal donde los que más tienen paguen lo que deben, una
inspección fiscal que convierta en flagrante delito con penas graves de cárcel
el fraude fiscal?
No debe haber red de enseñanza privada
concertada mientras no estén completamente cubiertas las necesidades de la
pública. No debe haber sanidad privada mientras no quede garantizada un sistema
sanitario de calidad y global para toda la población. No debe haber un solo
piso vacío mientras haya una sola persona sin vivienda. Debe desaparecer la
confesionalidad de las instituciones del Estado.
Difícilmente se sostiene la legitimidad
de un gobierno o de un sistema político europeo o mundial si no se regula
exhaustivamente los flujos y transacciones financieras a través de los mercados
de capitales, si no desaparecen los paraísos fiscales, si no se pone fin a la
locura de la descomunal compraventa de armamento, si no se condona la deuda
externa de los países del Tercer Mundo.
Si en los programas electorales no hay nada
de eso, si además resultan poco creíbles dichos programas, la ciudadanía
susceptible a mensajes de cambio, transformación o revolución se va a pensar
acudir a las urnas. Así, mientras la derecha no tiene el menor empacho en
coaligarse para obtener y consolidarse en el poder, la izquierda, quizá presa
del virus electoralista (consigamos, al menos, un escaño), vacila en su mensaje
y en su actuación.
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