lunes, 21 de septiembre de 2009

Autoridad moral y autoridad legal


Artículo a publicar en El Periódico de Aragón el 23 de septiembre

Convertido ya en un clásico tema recurrente, el asunto de la autoridad del profesorado ha vuelto a ocupar los primeros lugares en medios de comunicación y tertulias radiofónicas y televisivas: la Comunidad de Madrid de Esperanza Aguirre ha anunciado una futura Ley de Autoridad del Profesorado, en la que se confiere rango de “autoridad pública” a los docentes, al menos los de la enseñanza pública. Con ello, en aplicación del Código Penal, quien agrediere a un docente (o a un policía o un juez) puede llegar a sufrir de dos a cuatro años de prisión. Como objetivo básico de tales medidas se aduce “el reforzamiento de la autoridad” del profesorado.

Hay personas públicas que imponen su autoridad de forma coactiva; por ejemplo, el policía hace uso del talonario de multas, de la porra y de otros medios represivos e inhibitorios, pues su función no es convencer, formar o educar al ciudadano, sino mantener el orden público en lo que respecta al comportamiento externo de la ciudadanía. Sin embargo, el profesorado erraría de pleno en sus cometidos fundamentales si enfocase el reconocimiento de su autoridad principalmente desde la óptica de las sanciones, la disciplina y el orden en las aulas. Acudiendo al Diccionario de la RAE, “autoridad” es definida como “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. Según esto, hay una autoridad moral y una autoridad legal. La autoridad moral no se impone, sino que se reconoce por sí misma, pues se percibe en y emana de la persona misma. Etimológicamente, “autoridad” viene de la palabra latina “auctoritas” (a su vez, de auctor, augere: hacer crecer o aumentar), por lo que quien tiene autoridad es fuente u origen de algo y tiene como función hacer que alguien o algo se desarrolle. La autoridad moral no se impone con leyes que primordialmente contemplan sanciones y castigos, sino que los demás la reconocen por la valía de la persona que manifiesta tal autoridad en su forma de vivir y de actuar.

En todos mis años de docencia en Institutos de Secundaria, he estado en contacto con miles de alumnos y centenares de profesores, y –salvo en casos muy excepcionales- no he asistido (contra tantos reportajes aparecidos en distintos medios de comunicación y los datos vertidos sistemáticamente desde algunos sindicatos) a actos de agresión, amenazas o insultos. Tampoco he conocido a colegas que hayan entrado en el aula con miedo a ser agredidos o maltratados, aunque existen sin duda casos esporádicos y muy excepcionales de indisciplina, que requieren la adopción de medidas sancionadoras, pero que en ningún caso pueden hacer que los centros de enseñanza, especialmente públicos, aparezcan ante la opinión pública como un tópico centro correccional, o el alumnado como un conjunto de delincuentes potenciales.

Hace veinte años, el profesorado vivía plácidamente (aunque ya se quejaba de lo mismo) en sus Institutos de Bachillerato, con su BUP y su COU, con su 30% de juventud que quería estudiar después en la Universidad (el resto cursaba FP o se iba quedando en las cunetas de la EGB). Pero llegó la obligatoriedad de la educación hasta los 16 años y llegaron a sus aulas también muchachos y muchachas no interesados en lo que allí oyen y hacen, carentes a veces de los recursos personales y sociales básicos que normalmente se adquieren en los procesos de la socialización primaria, con familias (no necesariamente de estratos sociales bajos) que no les han dotado de unas pautas mentales y de comportamiento básicas adecuadas. Ese cambio fue toda una revolución a nivel legal y normativo, pero casi nunca llegó a hacerse verdaderamente realidad en las aulas de los centros de enseñanza, tanto por falta de medios y recursos personales, como por el recalcitrante rechazo de un auténtico cambio por parte de un sector del profesorado.

Si algún docente emplea la tercera parte de su clase en mandar callar debería sacar como conclusión que quizá, aparte de la indisciplina y desinterés de parte de su auditorio, puede estar también aburriendo a las ovejas, pues no solo se le supone saber holgadamente la materia que imparte, sino también enseñarla y comunicarla bien. Y en un aula una sonrisa, un cierto grado de buen humor y una pizca de afecto son también unos buenos ingredientes para una clase ordenada, eficaz y agradable. Debería dedicarse la ESO a impartir las destrezas y los conocimientos fundamentales que debe poseer todo ciudadano del siglo XXI y dejar el Bachillerato y la Formación Profesional para una adecuada especialización. Para eso hay que modificar sistemas de enseñanza, programas, asignaturas, niveles, actitudes y pautas mentales, con creatividad y libertad. Hay que tener muy claros los fines educativos, para poder poner después los medios adecuados. No sea que, mientras se quiere reforzar la autoridad del profesorado, se opte por proporcionar a cada alumno, cual bálsamo de Fierabrás, un ordenador portátil en el aula.

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