Artíulo publicado hoy en El Periódico de Aragón
Pudimos ver a Fatima Hsisni, presurosa, medio corriendo, salir de la Audiencia Nacional, donde había sido citada como testigo por el juez Javier Gómez Bermúdez en la vista que juzga a nueve presuntos islamistas por captar y enviar muyahidines a Irak para perpetrar allí atentados suicidas. El juez pidió a Fatima que abandonara la sala, pues se había negado a declarar mostrando su rostro, cubierto como el resto de su cuerpo por su burka.
Hasta las manos tenía enfundadas con guantes negros, mientras una túnica verde oscuro, unos pantalones que llegaban hasta el suelo y un velo negro que cubría su cara, sepultaban su cuerpo, su identidad, convirtiéndola en una entidad abstracta. La mirada, los gestos, las características físicas y los rasgos peculiares identifican a cada individuo, lo hacen reconocible, ponen de manifiesto que es esa persona, y no otra. Fatima, en cambio, estaba engullida por su vestimenta, había desaparecido como Fatima. El juez le había advertido de que la ley civil está por encima de las creencias y de que era necesario descubrirse, dado el principio de publicidad que rige en las vistas orales, a lo que ella respondió que no debía mostrar ni siquiera su cara alegando que sus creencias religiosas se lo prohíben. Finalmente, llegaron a un acuerdo: unos días después, comparecería con el burka, pero mostrando la cara por debajo de las cejas y por encima del mentón, de espaldas al público y sin cámaras.
El juez le explicó también que sin ver al menos el rostro no es posible valorar si una persona está mintiendo o no, o las emociones que puede producir alguna pregunta. Por el contrario, una mujer debajo de un burka es nadie en el mundo, y no otra cosa pretendió a principios del pasado siglo el rey afgano Abibullab (1901-1919): las mujeres de su numeroso harén debían evitar que la belleza de su rostro y de su cuerpo incitase al deseo de otros hombres. Según esto, la clave no reside en exigir y formar al varón en el respeto, sino en anular a la mujer. Si las mujeres salen al exterior, solo se podrá ver un rebaño de seres clónicos, tragados por la alienación y la oscuridad apenas percibida a través de la rejilla de sus burkas. Como la mujer de clase alta se diferenciaba por el burka de la mujer del pueblo, con el tiempo la desgracia se hizo general a costa de las propias mujeres, que acabaron sumergidas todas bajo el burka. El macho dispone así en su casa de la mujer cuando, cuanto y como desee, y el machismo rebuzna, triunfante, con toda su ferocidad.
Da igual el chador, el burka o la prenda con la que se quiera cumplir con el precepto del yihab o velo. En la Arabia preislámica el velo era un distintivo de la mujer libre frente a la esclava, y después de la mujer rica y noble respecto de la mujer del pueblo llano. Llegó el islamismo y el machismo atroz de los pueblos semitas enraizó hasta en el último rincón de las costumbres, las mentes y los corazones. El Corán, al igual que la Torá y la Biblia, está impregnado de menosprecio y desprecio a la mujer, al servicio absoluto del varón y de la prole.
Cuesta inferir de los aleyas del Corán habitualmente citados (33, 53 y 59; 24, 31-32) la idea de la obligación del velo islámico. Resulta difícilmente digerible que una costumbre o una norma social existente entre los siglos VI-VII se haya convertido en tan duros grilletes para millones de mujeres en el mundo. Es sobre todo inconcebible para las personas que han tenido la fortuna de que los aires del Humanismo y la Ilustración hayan penetrado en sus vidas que se pretenda derivar de una supuesta revelación divina, de una palabra “eterna e increada” la ley del yihab, así como otras muchas normas que aherrojan la libertad, son contrarias a los derechos fundamentales y sobre atentan gravemente contra la igualdad entre la mujer y el hombre.
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