Fiestas del Pilar. Fiesta del pueblo. Desde que nacemos y abrimos los ojos al mundo, la vida parece organizada como el paso por desiertos, salpicados de vez en cuando por oasis. La vida cotidiana, el trabajo, el pasar de los días parecen transcurrir en un marco de monotonía, de un aburrido eterno retorno de lo mismo. Pero llegan las fiestas populares, se produce una jubilosa explosión y la gente se sumerge en un clima de festejos, donde es posible romper las ligaduras de lo cotidiano. Tal como está la vida, las fiestas se hacen tan necesarias como el aire y el agua. Las celebraciones de Dionisos, por ejemplo, en la Grecia clásica abrían diques al deseo de ocio y de placer, al éxtasis de la vida. El pueblo cantaba, bebía, amaba, daba rienda suelta a sus deseos de vida durante las fiestas. Los antiguos egipcios hacían algo similar el 15 del mes de Toth de la estación de Akhet, cuando celebraban la Fiesta del Nilo o de la Embriaguez, conmemorando la llegada de Hapi y la renovación de la vida en la tierra de Egipto. Y los aztecas en sus fiestas de Huitzilopochtli, los mayas en las de Hunab Ku, los bosquimanos en sus fiestas en honor de Kaang o los vikingos con sus celebraciones de Freyr, el dios de la fertilidad y de la naturaleza. Sumerios y etíopes, indios y chinos, esquimales y maoríes han ido encauzando la necesidad que todo ser humano tiene de recreo, alegría y diversión.
A lo largo de la historia, los pueblos y las culturas han tenido también sus dioses, sus ídolos, sus leyendas y sus tótems con los que canalizar y dar significado social a sus fiestas colectivas, y a la vez hacer realidad la necesidad de expansionarse con alegría, de celebrar con los demás los acontecimientos que van jalonando la existencia de los individuos y los grupos sociales, de transgredir algunas imposiciones y normas. Esa es la función principal de las fiestas populares. Pasan los dioses y pasan los tótems, pero la necesidad humana de goce y disfrute, de excepcionalidad y fantasía pervive siempre. Persas y helenos, romanos y godos, todas y cada una de las civilizaciones, van dejando su impronta en esa necesidad festiva del ser humano, van tiñéndola de colorido y de fuerza vital. La naturaleza humana parece liberarse de algunos corsés habituales y entonces parece que toca el momento de reír, de bailar y convivir más abiertamente con los vecinos y los allegados. El entorno se hace espectáculo e incluso quienes acuden a contemplarlo se convierten ellos mismos en espectáculo. En la fiesta parece que estamos eximidos de representar estrictamente nuestros papeles sociales, y nos damos permiso mutuamente para dejar de lado por unos días algunas de las caretas o máscaras de esa parcela del gran teatro del mundo que nos toca vivir.
Desde hace muchos siglos las distintas religiones pretenden sacralizar el impulso festivo innato de la naturaleza humana. Los hitos más importantes de la existencia van acompañados por sus correspondientes ritos y liturgias, y patrones y patronas religiosos son incorporados con sus correspondientes leyendas a las fiestas como si estas fuesen solo una derivación posterior de la devoción popular. Sin embargo, subyace la naturaleza pura, el aire y las cosechas, las estaciones, la tierra, la lluvia y la fecundidad de la vida. Bullen en cada persona y en cada grupo social el instinto de la vida que pugna por abrirse paso entre tanta cortapisa y tantas alambradas. Esas son las raíces profundas de las fiestas del pueblo. Fundamentalmente, eso son también las fiestas del Pilar.
Principalmente en los últimos siglos, se ha ido montando alrededor del 12 de octubre la fiesta de la Hispanidad, de la Raza, de Zaragoza, del Descubrimiento, del Pilar, de las Fuerzas Armadas, de Aragón, de la Guardia Civil... Todo en amalgamada mezcolanza, cada vez más enraizada en la memoria, el corazón y las vísceras de la gente. A una fuerte religiosidad popular, de tonos y contornos bastante difusos, se unen la danza y el canto, el traje y el vestido autóctonos, alrededor de los que va configurándose un fuerte sentimiento territorial. Lo de menos es ya la leyenda de una virgen y madre de dios (desde hace unos cuantos miles de años se ha estado creyendo que los respectivos dioses, Attis, Buda, Krishna, Heracles, Horus, Zoroastro o Mitra- habían nacido de una mujer virgen) que viaja a Cesaraugusta antes de su muerte, sino el vigor de un pueblo, el aragonés, capaz de celebrar cada año sus ganas y su orgullo de existir como pueblo, su amor por la tierra y el agua que les da vida, su unión y desunión inveteradas en casi todo lo que toca y se propone.
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