Artículo para la revista UnoSeis, de Aranjuez, publicado el15 de mayo de 2010
E inmediatamente este acto de escribir queda incrustado en el acto mismo del vivir, pues la vida solo es vida si de cada instante logramos hacer una vivencia valiosa. Hay quien cree que estamos condenados a existir en la monotonía y la monocromía de los días, aparentemente iguales, grises, sin alicientes, que estamos atados a una noria en la que damos vueltas y vueltas cinco días de cada semana de cada mes de cada año. Con ojos miopes, no nos percatamos entonces de que el árbol con el que cada día nos cruzamos para ir a trabajar cambia constantemente su saludo mediante el tintineo de sus hojas y el murmullo del viento entre sus ramas, ni caemos en la cuenta del cielo que dibuja cuadros distintos con las nubes, de que el vecino tiene voz y mirada cuando coincidimos en el ascensor, de la maravilla de la manita de un bebé, del juego de los niños en el patio de su colegio, del colorido del habitual puesto de frutas en el mercado, de cada página del libro que estamos leyendo, y de los miles de objetos y seres vivientes que nos rodean y configuran un conjunto de realidades que quieren adentrarse en nuestro interior cada día.
Es un error suponer que la vida discurre como si tuviésemos el zurrón repleto de meses y de años, porque así lo dicen las estadísticas nacionales de esperanza de vida. Es una pena andar por la vida medio echándola a perder, lamentándonos cada noche, tras terminar la jornada, de que no acaba de gustarnos un pelo. No podemos modificar ni una micra de lo ya pasado. Tampoco podemos asegurar qué va a pasar y cómo nos va a ir dentro de media hora. Las necrológicas de cada día, las estadísticas de tráfico de cada fin de semana o los informes de ingreso de los centros hospitalarios podrían contar miles de historias de personas que minutos antes estaban nerviosas perdidas por llegar tarde a una cita o porque no les cerraran la tienda donde querían comprar una cazadora que habían visto dos días antes. De paso, van perdiéndose los minutos, los días, las semanas y los meses como abalorios que no merecen nuestra atención. Anhelamos lo grandioso, lo definitivo, lo absoluto, el amor perfecto, el trabajo categórico, la casa soñada, el cumplimiento redondo de los sueños. Y, de paso, lo real, lo tangible, lo concreto, el instante, el segundo se escapan sin que se nos mueva un solo músculo del alma.
Creemos que el sentido final lo dan las metas, más o menos lejanas, y que no nos queda otro remedio que sacrificar lo inmediato en aras de las mismas. Buenas son las metas, buenos son los proyectos, con tal de que no sirvan de coartada para echar a perder lo único que realmente somos y tenemos: el instante. Es sólo en el instante donde pueden hacer su aparición un buen libro, una música agradable, un beso cálido, una sonrisa amable, una conversación sincera, una decisión responsable.
Hemos de asumir la responsabilidad de lo que somos. Tendemos a buscar miles de excusas, a echar la culpa a los demás, pero lo cierto es que, para bien o para mal, estamos en nuestras propias manos y nada ni nadie puede eximirnos de la obligación de decidir qué hacer con nuestra vida. Cada día, cada instante es como la pantalla vacía de este ordenador donde escribimos nuestra propia biografía, incluso nuestros propios cuentos de ficción. Somos los autores de nosotros mismos y de nada sirve mandar a hacer gárgaras nuestra libertad, porque finalmente se nos volverá contra nosotros mismos, pues huir, vegetar o dormitar son también una forma de decidir.
Vivir el instante nos permite vivir desde la cercanía, sin hacer planes a largo plazo, sin inquietarnos por el mañana, mucho menos por el pasado mañana, nos permite conjugar la vida en presente y paladear cada detalle de cada instante como si fuese el último, levantarnos cada mañana y sentirnos afortunados por tener un día más un regalo del que muchos no se percatan: el aire que respiramos, los colores y los sonidos que percibimos, el agua fácil que fluye por el grifo, nuestra música preferida, los seres humanos que salen al encuentro a lo largo de la jornada, el cansancio, el retumbar de la tormenta, el zumbido del ordenador… Todo cobra en el instante su propia densidad, su propia valía. Nos pasamos la vida deseando lo que no tenemos y luchando por conseguirlo. De ahí que a menudo la convirtamos en una carrera de competición, en la que quedamos sin resuello. Así, el otro queda transformado en un competidor y a la vez nos vamos imponiendo medallas y sanciones según lo que consideramos un logro o un fallo.
En el instante es posible descansar en la realidad más valiosa: los otros son el mayor de los tesoros. Conocemos a mucha gente, nos encontramos diariamente con un montón de personas, pero no es una cuestión de cantidad, sino de mirada, pues de nada sirve estar en una reunión, en un bar, en la calle, entre el gentío o tener la agenda llena de nombres y contactos, si no nos detenemos a mirar con sosiego los adentros de esas personas, también si no las miramos desde dentro de nosotros mismos, si no las invitamos a tomar algo en nuestro patio interior. Tener un ordenador de última generación o montañas de folios en blanco no equivale a escribir un libro, pues para ello se necesita previamente ideas que comunicar, sentimientos que transmitir y, sobre todo, personas dispuestas a recibirlos. Nos ha tocado vivir en lo que algunos han llamado “sociedad del bienestar”, pero el verdadero bienestar proviene principalmente de dentro, de la propia mirada y del propio corazón, también de la mirada y del corazón de los otros. Cuando el sol apenas asome ya en el horizonte de la vida, entonces nos daremos cuenta definitivamente de que lo más valioso es cuánto hemos querido y cuánto nos han querido.
En este preciso instante, un fuerte abrazo y enhorabuena, amigos y amigas, compañeras y compañeros, camaradas y colegas de UnoSeis, de Aranjuez, del mundo..
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