En cuanto la vi, me dije que esta semana no iba a escribir sobre asuntos importantes. Se llama Melissa, es peruana, y trabaja en la madrileña estación de Atocha atendiendo a los viajeros con limitaciones físicas especiales. Me dijo que quiere estudiar algo de informática, que va abriéndose paso entre la espesura de la inmigración, me contó también alguna cosilla de su Lima y de la familia que dejó allí. A medida que hablaba, volvió a visitarme un viejo inquilino interior: la certeza de que la vida está compuesta, en buena parte, de cosas aparentemente insignificantes, que confieren luz, color y ánimo a los vivientes que habitamos fugazmente la Tierra.
Van pasando los años, y seguimos esperando que algún acontecimiento extraordinario dé un giro de ciento ochenta grados a nuestra existencia y enderece nuestro caminar rumbo a las estrellas. Primero, escuchamos aquello del árbol, del hijo y del libro. Después, hemos ido deteriorando nuestra vida real y concreta al cotejarla sistemáticamente con el trabajo ideal, la pareja ideal, la casa ideal o la palinodia ideal. Entretanto, han ido desfilando ante nuestros ojos millones de momentos, personas y situaciones que apenas hemos mirado de refilón, pues a menudo las hemos etiquetado de insignificantes. En aras de una posible vida ideal quizá hemos echado a perder la vida real, la única que tenemos en nuestras manos.
Juan está la mar de contento porque su mejoría en inglés es notable y Silvia ha obtenido una buena nota en filosofía. Es decir, ni más ni menos (mirándolo con la miopía de la estadística) que cientos de miles de chavales y chavalas de su edad. Sin embargo, ese hecho, aparentemente tan nimio, tan diminuto, aplicado a la mente y al corazón de una persona, es capaz de inyectar alegría, fuerza, luz y colorido. Hace unos días, me encontré casualmente en la calle a Lorena, una antigua alumna, que logró sobreponerse a la inseguridad que llevaba a cuestas desde años atrás y aprendió a creer en sí misma. Ahora trabaja, braceando entre el oleaje de la crisis económica y la precariedad laboral, tiene un novio al que quiere sin duda alguna y muchos proyectos a corto y medio plazo. Me enseñó con orgullo la fotografía de un niño, su sobrino, cuyo valor supera para ella con creces cualquier otra fotografía merecedora del Pulitzer. Mientras hablaba con ella en una terraza de Sagasta, volvió a hacerse presente el mismo viejo inquilino interior: la gran riqueza de Lorena no estriba en su currículo profesional o en el futuro día de su boda con el príncipe azul de sus sueños, sino en el devenir incesante de todas esas vivencias, aparentemente insignificantes, que la van construyendo como mujer y como ciudadana.
La importancia se mide también a través de la vibraciones producidas por algo en la mente y el corazón de una persona. Personalmente, me sentí muy reconfortado hace poco tiempo por lo que normalmente se tiene por una insignificancia más, pero para mí aparecía como la ascensión al Annapurna: viajar en tren a una ciudad lejana con dos trasbordos intermedios. Tras lograrlo, me sentí tan feliz como Teresa cuando, con su swing armonioso, logra un birdie prodigioso. A menudo, el mundo y la vida se transforman mediante un suceso sencillo o una acción aparentemente irrelevante. Solo es preciso que alguien se decida a llevarlo a cabo. Por ejemplo, un simple “perdona” o un “te quiero” o un sincero “cómo estás” o una mirada amigable acaban por mutar ambientes irrespirables o jornadas oscurecidas por la tristeza o el rencor. Si aprendiéramos desde la niñez a sacar partido de las cosas aparentemente insignificantes, si lográsemos descubrir su verdadero valor, cada instante de la vida sería valioso en y por sí mismo.
Viviríamos entonces no desde la alienación del poseer y el desear sin tregua, sino desde esa maravillosa capacidad que cada uno tiene de otorgar sentido, significado, importancia, sabor, color y calor a cada uno de los momentos de la existencia. No es otra cosa lo que Víctor Hugo nos recomienda en una estrofa de su excelente poema Desire: “Te deseo, además, que tengas dinero, porque es necesario ser práctico. Y que por lo menos una vez al año pongas algo de ese dinero frente a ti y digas: "Esto es mío", sólo para que quede claro quién es el dueño de quién”. Solo quien es dueño de sí mismo es capaz de regalarse. Solo quien se quiere sin maquillajes es capaz de querer y de ser querido.
Y es que la senda auténticamente recorrida se traza sobre tierra virgen, pues nadie puede vivir por nosotros ni deberíamos permitir a nadie que nos prive de la maravillosa aventura del vivir, por muy intrincado que a veces resulte el camino.
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