Con el paso de los años veo caer lenta e inexorablemente
las hojas de mi árbol, el otoño avanza y, como el viejo chopo de Lorca, mis ramas están desnudas y sin
nidos. Dicen que los años confieren sabiduría y experiencia, pero sin acudir al
artilugio socrático del “solo sé que no sé nada”, cada vez tengo mayor
conciencia de todo lo que no sé. Sé, al menos, plantearme una pregunta: huelga
general. ¿Y, si no, qué?
No voy a hacer una proclama a favor de la huelga general.
Sé que la única huelga certera tendría que ser mundial y capaz de echar por
tierra un sistema económico y financiero que, sobre los principios del
neoliberalismo, ha conducido a esta crisis mastodóntica y mantiene en el hambre
y la miseria a buena parte de los seres humanos. Creo que esta huelga general debería haberse
producido mucho antes, pues no se trata solo de oponerse a la reforma laboral
que nos impone el Gobierno socialista, sino de enfrentarse critica y
activamente a un sistema capaz solo de proporcionar bienestar a costa del
malestar ajeno y acumular riqueza en beneficio de pocos y en detrimento de la
mayoría. No logro reconocer ya el rostro de los actuales sindicatos, demasiado
acomodados al sistema, demasiado cómodos en sus sedes y despachos y poco
combativos en la calle. Tampoco me resulta fácil reconocerme ya en ellos.
Sin embargo, aún recuerdo algo de lo vivido y leído. Me
adentro en la senectud, en la memoria a largo plazo que todavía me asiste y
recuerdo que nada ha sido gratuito en el aquietante mundo en que vivimos. La
conciencia de ser ciudadano en la Ilustración se conquistó tras años de asedio
y persecución por parte del poder, y en una revolución traumática en la Francia
de finales del siglo XVIII. La conciencia de clase y de explotación del hombre
por el hombre costó cárcel, exilio, penuria y muerte a muchos trabajadores y a
sus líderes en los dos últimos siglos de historia. Todo ello fue cohesionado
por personas plenas de ideales, que antepusieron sus metas revolucionarias a su
propio bienestar y al exiguo confort de sus familias. Mientras recuerdo todo
eso, concluyo que es menos negativo secundar una huelga general que no hacer
nada o esconder la cabeza en la arena, como tradicionalmente cuenta la leyenda
sobre los avestruces.
Sé también que hace poco más de un siglo en las fábricas
europeas trabajaban hombres, mujeres y niños en horarios de diez, doce y
catorce horas, bajo la amenaza diaria del despido salvaje, pendiente solo de la
voluntad del patrón. Se trabajaba los siete días de la semana durante los 365
días del año, mientras la salud lo permitiera, y en condiciones de espanto. Hoy
nos parece ya que el fin de semana no laboral, que las vacaciones de verano,
que los días festivos y los puentes a lo largo del año, que la seguridad
laboral universal y gratuita, que el seguro de desempleo, que los derechos
civiles, sociales y laborales, que las jornadas de trabajo intensivas y de ocho
horas, que el derecho de huelga y de sindicación, que, en fin, la situación
actual de la clase trabajadora, inmensamente mejor que hace poco más de un
siglo, es algo natural, casi nacido por generación espontánea. Se olvida
entonces que fueron miles y miles las personas que con su lucha abierta y
desigual fueron arrebatando a quienes se beneficiaban enormemente de su trabajo
a cambio de su simple subsistencia las condiciones de trabajo y los derechos
laborales actualmente existentes al menos en los países desarrollados.
Hoy, con un Gobierno socialista tan decolorado en su
socialismo, los beneficios de las grandes empresas siguen siendo enormes, los
ideólogos neoliberales tratan de camuflar el rotundo fracaso de su sistema, su
mercado y sus axiomas, y se envalentonan en un mundo cada vez con menos
oposición, cuando en realidad los únicos que están pagando la crisis son los
trabajadores, los que menos tienen. Hoy están en trance de recorte sustancial
el estado de bienestar adquirido y algunos derechos laborales básicos de los
trabajadores, mientras en muchos hogares reinan el desaliento, la pasividad y
el miedo al despido o a perder el puesto de trabajo o el seguro de desempleo.
Ante tal panorama, queda un camino digno y coherente: apoyar la huelga general,
secundarla desde las circunstancias personales y laborales de cada caso. De lo
contrario, lanzaremos un nítido mensaje a quienes hurgan y urden en este
amasijo de detritus y cadáveres en la cuneta, que ahora llamamos “crisis
económica”: seguid así, tenéis las manos libres para seguir haciendo lo que os
dé la gana.
Solo me queda una espina clavada en el cerebro: nadie se
acuerda de los miles de millones de seres humanos que mueren en el mundo
subdesarrollado de hambre, de roña y de explotación. ¿Nunca habrá huelga
general para ellos, por ellos?
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