Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón
E.
Cioran cuenta en su obra “Desgarradura” que, según una leyenda
de inspiración gnóstica, un día se libró en el cielo una lucha entre ángeles en
la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los
ángeles que, indecisos, no tomaron partido y se conformaron con mirar fueron
relegados a la Tierra con el fin de que llevaran a cabo la elección que no se
habían atrevido a hacer allí arriba. Así nació el Hombre, esos somos los
humanos.
La historia es así producto
de un titubeo y los humanos somos el fruto de una indecisión original a la hora
de tomar partido. Desde entonces estamos destinados a decidir, sin recuerdo ya
alguno de aquella batalla y de la postura pasiva de aquellos ángeles indecisos.
Ahora seguimos siendo, según esa leyenda, unos seres desterrados para poder
aprender a optar, para abandonar el papel de espectadores (en esencia, para ser
libres). Sufrimos el castigo de tener que elegir, pues nuestros ancestros no hallaron en el
Cielo ninguna razón para adherirse a una causa, para tomar la determinación de
optar por una empresa.
Glosando a Cioran, muchos
son los humanos que continúan hoy sin decidir algo. Prefieren dormitar en el
flácido nimbo de la rutina diaria, pues no sienten necesidad alguna de optar
personalmente por algo, ni siquiera por sí mismos. Creen tener lo suficiente
para ir subsistiendo con holgura y consideran una molestia innecesaria mantener
en sus vidas la tensión de la libertad. Comen, beben, duermen, parlotean,
copulan y defecan, pero sobre todo ponen su empeño en acumular toda suerte de
cachivaches y abalorios que resalten su apariencia de personas importantes y
afortunadas (llaman “gran fortuna” a las grandes cantidades de dinero).
A decir verdad, mucha de esa
gente confunde la necesidad de optar y decidir con la pertenencia a unos grupos
y unas ideas, cuya certeza será tanto mayor cuantos más adeptos tenga. Lo
importante es estar adscrito a algo que supuestamente otorgue señas de
identidad, pautas ideológicas y de conducta que indiquen los pasos a seguir, que
eximan del deber de pensar por uno mismo y de actuar con una motivación
personalmente metabolizada. Esos humanos están dispuestos a creerse lo
inverosímil con tan de que alguien les ofrezca una tabla de salvación que les
proteja de tener que pensar y tener que elegir.
Toda esa gente opina con las
tripas y respira con las vísceras, pues cree que lo fundamental está ya pensado
y lo esencial está ya descubierto. Por eso interpretan una idea contraria como
agresión y aceptan obedientemente la obligación de reprimir la disidencia o
cualquier postura crítica ante el mundo y la vida. Se dejan colocar
gustosamente distintas etiquetas religiosas, políticas o sociales, pero
proceden de una única raíz: el rigorismo, mecanismo de defensa originario de
aquellos ángeles incapaces de decidir, aterrorizados ante la necesidad de
hacerlo, que optan por ceder su libertad a otros que dictan las ideas, los
dogmas, los programas y los mandatos a seguir, ahorrándoles así la paradójica
desventura de tener que ser libres. En cada época y cada cultura, poseen
venenosos oasis de seguridad y erigen tótems a los que entonar cánticos y
ofrecer sus flores y sus frutos. Y si alguien se muestra contrario u opta por
otras alternativas diferentes, se le silencia, pues les recuerda la Caída original
de aquellos ángeles indecisos.
No somos cosas inanimadas,
sino unos seres que, aunque minúsculos e insignificantes dentro del cosmos,
estamos siempre por hacer, de tal modo que cada día, cada instante, hemos de
esta decidiendo qué hacer y qué no hacer, por dónde ir y no ir, por qué optar y
no optar, qué ser y qué no ser. Somos seres perpetuamente inacabados hasta el
último aliento de nuestra existencia y nuestra propia identidad está en
nuestras manos, sin que nadie pueda suplantarnos en la tarea de qué hacer con
nosotros mismos por y desde la libertad, a no ser a costa de la más alienante
renuncia de la propia vida. Hay que decidir siempre, por mucho que a veces haya
que hacerlo desde la incertidumbre, pues somos irrenunciablemente libres.
Carece de sentido hacer de
la condición humana una ficción repleta de Certezas y Absolutos, a fin de
satisfacer los sueños y espantar las pesadillas de quienes no pueden ni quieren
hacer frente al “naufragio de la existencia”, como dejó escrito Ortega y Gasset: el ser humano se
siente impelido a indagar y a decidir, pues no puede vivir sin saber a qué
atenerse con lo que hay y lo que pasa a su alrededor, con lo que le pasa. Un
ser verdaderamente humano no se refugia allí donde se incita a no pensar y a
quedarse quieto, sino que asume de buen grado y por su propia supervivencia la
decisión de vivir y elegir en medio de ese naufragio de la existencia. Esa es
precisamente su dignidad y su gloria.
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