Artículo a publicar mañana, miércoles, en El Periódico de Aragón
Siglos y
siglos han pasado filósofos y pensadores en general preguntándose en qué consiste eso que llamamos
“la realidad”, pero desde hace unos años ya lo sabemos con plena certeza: real
es solo lo que aparece en televisión, lo que ocupa los espacios de los medios
de comunicación. Algunas cosas más existen tenuemente solo para unos cuantos
minúsculos humanos de algún rincón del planeta, es decir, se esfuman en la nada
de lo insignificante, pues no aparecen jamás por mucho que zapeemos ante el
televisor. La realidad es lo que marcan los programas de las cadenas
televisivas, los tertulianos de la radio, los jefes de redacción de la prensa. Es
ahí donde se determina el grado de realidad que posee cada cosa, cada suceso,
cada posible noticia.
La semana
pasada pudimos presenciar el portentoso advenimiento al mundo real de un
hiperbólico rescate final de 33 mineros chilenos de una mina de cobre ubicada
en el corazón del desierto de Atacama, bajo la supervisión de centenares de
técnicos y de 2.000 periodistas de todo el mundo, de tal forma que aquel
agujero en un desierto perdido se convirtió en una mastodóntica realidad
mediática (perdón por la redundancia, pues, al parecer, no hay otra realidad en
el mundo), en un inmenso plató de televisión.
Ni que decir
tiene que nos hemos alegrado por el final feliz del rescate y de que esos 33
hombres enterrados bajo casi 700 metros durante dos meses hayan podido ver de
nuevo la luz del sol y abrazar a sus
seres queridos. Con ellos, sin embargo, ha emergido también, en plena desnudez,
la condición humana más primaria. Unos mil millones de telespectadores han seguido
la transmisión en directo del rescate, y han asistido a un curso intensivo de
cápsulas de rescate, apoyos logísticos, cables y perforaciones. Como las grandes
cadenas y medios de comunicación, así como importantes empresas, han invertido
enormes sumas de dinero que deben amortizar con beneficios, en aquel sitio
perdido del desierto de Atacama afloraron automáticamente el mercado y el
mercadeo. Mineros y familiares aprendieron rápidamente que las entrevistas se
hacen por dinero y al mejor postor, y la publicidad de esos medios y la codicia
de esas empresas se abalanzaron sobre aquella gente para inocularles la
fascinación de los dólares ganados por unas fotos y unas preguntas. De trabajar
horas interminables por cuatro cochinos pesos conocieron rápidamente el dinero
mágicamente fácil. De vivir en la zozobra y el olvido pasaron a recibir
prodigiosas invitaciones a visitar el Santiago Bernabéu o hacer un crucero por
las islas griegas. De hecho, en medio de la euforia, algunos salían, hincaban
sus rodillas en tierra, se santiguaban y agradecían semejante chaparrón de
buenas noticias.
Lo que ya no
cuenta nadie es que dentro de pocas semanas esa
gente y esa mina volverán a vivir en la pobreza y en la dura
supervivencia. Volarán al limbo de los vagos recuerdos de lo que un día fue
maravillosa realidad (mediática), allí donde dormitan, por ejemplo, la llegada
de Armstrong y Aldrin a la luna o la hipnótica visión de los primeros verduzcos bombardeos a Irak, emitidos,
por supuesto, en directo. Sin embargo, no se podrá recordar lo nunca visto u
oído, lo que apenas se ha dado a conocer: por ejemplo, las condiciones penosas
de trabajo de esos 33 mineros chilenos rescatados (“inhumanas”, declaró el
primer rescatador que bajó al yacimiento y también el último en salir de la mina).
Esas cosas son poco presentables, el telespectador no quiere escenas
desagradables, solo espera el éxito y la traca final. Por consiguiente, eso no
se muestra, ni se escribe, ni se dice. Eso no aparece. Eso no existe. Eso no será
nunca real.
Somos todos
tan humanitarios que, nada más salir, cada minero recibió unas flamantes gafas
de sol. Por supuesto, la firma norteamericana que las fabrica y distribuye (200
dólares/unidad) se encargó de que el mundo conociera su generosidad. De paso,
algunas cadenas televisivas ganaban más de 40 millones de dólares en
publicidad. Esas gafas de sol eran reales para mil millones de telespectadores,
pero jamás lo ha sido que en la última década mueran 34 mineros chilenos al año
y otros miles más en el mundo. Pero todo ello pertenece al universo de las minucias,
comparado con la rutilante realidad televisiva del rescate de esos 33 mineros.
Cada año, 10 millones de niños (uno cada tres
segundos) mueren en el mundo sin haber cumplido cinco años; el 99% en países en
vías de desarrollo. Pues bien, done usted cien euros para vacunas y medicinas.
Son baratas: 15 céntimos contra el sarampión, 30 céntimos para tratar la
neumonía con antibióticos, 40 céntimos contra el tétanos, 50 céntimos para
sales de rehidratación contra los efectos de la diarrea... ¿Televisaría alguna
cadena, aparecería en algún diario ese rescate por cien euros de unos
centenares o miles de niños de una muerte segura? Los hechos hablan por sí
mismos: nunca llegará a ser realidad (mediática).
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