Artículo a publicar mañana en El Periódico de Aragón
No son pocos los que se oponen a
la financiación con dinero público de la visita de Ratzinger a Santiago y Barcelona los días 6 y 7 de septiembre. Aun
admitiendo el derecho incondicional a viajar y desplazarse por cualquier país
del mundo, se niegan a que el viaje del máximo jerarca de la iglesia católica
se sufrague con el dinero de todos los contribuyentes, pues además de que
durante esos días la visita de Ratzinger nos cueste más de seis mil euros/minuto,
se trata sobre todo de un evento privado que atañe a un grupo de personas con
una ideología perteneciente al mundo privado de sus creencias privadas. “No con
mi dinero”, reclaman justamente, pero sería un yerro mayúsculo dirigir tal
reclamación hacia Ratzinger y sus adláteres, si con ello se olvida a los
verdaderos responsables de la financiación de ese viaje con dinero público:
nuestros gobernantes, nuestros representantes políticos y parlamentarios. El
verdadero destinatario de las protestas ciudadanas contra el hecho de que se
sufrague con dinero público el viaje de Ratzinger y unos actos estrictamente
confesionales no son principalmente los beneficiarios de esa financiación (los
Razinger y los Rouco), sino quienes
lo pagan (los Zapatero y los Bono) y deciden el buen o mal uso del
dinero de toda la ciudadanía.
Ateniéndonos a la realidad de los
hechos, nuestros gobernantes, así como los representantes e integrantes de las
distintas instituciones del Estado no parecen tener intención de cumplir y
hacer cumplir el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado.
Como último botón de muestra, la semana pasada pudimos ver a los nuevos
ministros del Gobierno socialista jurando o prometiendo sus cargos ante un
símbolo confesional (un crucifijo) y un documento confesional (una Biblia). No
tienen la menor intención de modificar este estado de cosas, superar su
pusilanimidad y no claudicar en cada ocasión ante el temor y la pereza
seculares. Una vez más, el miedo a perder votos devora a los deberes y los
principios que conllevan sus cargos y sus programas.
A los sectores más conservadores
les conviene que las reivindicaciones laicistas parezcan cercanas al
anticlericalismo o a posturas combativas contra las religiones. Con ello
distorsionan la mirada de la ciudadanía, a la vez que facilitan que los
dirigentes políticos puedan sacudirse sus responsabilidades. Sin embargo, por
encima de los lacerantes privilegios que ostentan algunas confesiones
religiosas, especialmente la católica, y a pesar de su enorme poder económico y
mediático, no podemos incurrir en el miope diagnóstico de echar la culpa solo o
principalmente a las instituciones religiosas. Si sigue habiendo clase de
religión en la escuela pública es fundamentalmente responsabilidad de nuestros
gobernantes y nuestros representantes parlamentarios. Si sigue vigente el
Concordato de 1953 entre el Vaticano y el Estado franquista, así como los
mastodónticos privilegios que disfruta la iglesia católica por los Acuerdos de
1976 y 1979, su mantenimiento es responsabilidad del poder ejecutivo y
legislativo de la nación. Fundamentalmente a ellos hay que pedir
responsabilidades.
Un claro ejemplo de todo ello se
puede comprobar varias veces al año en la ciudad de Zaragoza. Centrándonos en
un solo evento (la procesión católica del Corpus Christi), la asociación
aragonesa Movimiento hacia un Estado laico (MHUEL) denuncia en silencio y
mediante pancartas individuales la presencia de los representantes municipales
de la ciudad, con su alcalde a la cabeza, y en calidad de tales, en actos
pertenecientes a una determinada confesión religiosa (procesiones, misas
pontificales, etc.). MHUEL nunca ha mostrado esas pancartas al paso de los
comulgantes y sus familias ni de las cofradías ni del arzobispo o el clero que
flanquea la carroza principal, sino solo porque y cuando el alcalde zaragozano Juan Alberto Belloch y sus concejales
(socialistas, populares y paristas) no respetan así el principio constitucional
de la aconfesionalidad de las instituciones y representantes del Estado. Todos
tenemos derecho a ejercer libremente la libertad de conciencia (incluida la
libertad religiosa y de culto) en plena igualdad de condiciones, pero
precisamente por ello nuestros gobernantes deberían poner exquisito cuidado en
dejar patente la aconfesionalidad de las instituciones públicas en el ejercicio de sus cargos.
Belloch y Bono, Zapatero y Juan
Carlos, todos y cada uno de los miembros de las distintas instituciones
públicas del Estado son los que deben responder ante la ciudadanía por la
dejación fáctica de sus obligaciones institucionales respecto de la
aconfesionalidad del Estado, de todos los valores constitucionales que incluyen
la libertad de conciencia, la autonomía del individuo, la separación entre el
Estado y las iglesias de cualquier signo, y la búsqueda de la justicia y del
bien común de toda la ciudadanía en plena y total igualdad de condiciones. El
Estado laico busca ante todo garantizar a la ciudadanía, sin privilegios ni
discriminaciones, vivir en una sociedad plural, donde las personas pueden vivir
y convivir en libertad y en el pleno respeto mutuo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo deseas, puedes hacer el comentario que consideres oportuno.