Artículo a publicar mañana, miércoles, en El Periódico de Aragón
Recibí la semana pasada un email
en el que se solicita una contribución económica para sacar de nuevo a la calle
el llamado “bus ateo” (“probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y
disfruta de la vida”) los días previos a la visita del señor Ratzinger a Barcelona. Me puse a pensar
entonces en tal propuesta y en la frecuente
y confusa mezcolanza de ideas y posturas que deberían estar siempre bien
diferenciadas.
En la asociación laica a la que
pertenezco hay también personas creyentes, concretamente católicas, que desean
un Estado laico y aconfesional. La semana pasada asistí también a una
Concentración Cívica en Madrid por un Estado laico, convocada por más de un
centenar de organizaciones, entre ellas varias asociaciones cristianas (Redes
Cristianas, Cristianos por el socialismo…). A todas esas personas, y a muchas otras
que concilian con armonía sus creencias con sus aspiraciones laicistas, les
resulta difícilmente asumible un planteamiento que, al identificar laicismo y ateísmo,
parece presuponer que cualquier persona creyente está necesariamente a favor de
posturas y fórmulas confesionales.
Lo que realmente sorprende es
que, puestos a contratar y exhibir autobuses con mensajes y lemas por las
calles de las ciudades españolas, no haya algún mensaje que apunte directamente
a la verdadera línea de flotación de la confesionalidad fáctica de las
instituciones del Estado; por ejemplo, el texto del artículo 16.3 de la
Constitución: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. De hecho, lo que
realmente resulta inaceptable es que los gastos que genera un jerarca religioso
en la celebración de unos actos de carácter privado y confesional sean
sufragados con el dinero público de
todos los contribuyentes; lo que debería suscitar las mayores protestas
ciudadanas es que haya gobernantes que destinen el dinero público a eventos
confesionales y privados; que miembros de la Casa Real, del poder ejecutivo,
legislativo y judicial, de las distintas Administraciones locales, autonómicas
y centrales, asistan en calidad de sus cargos a actos y celebraciones de
carácter estrictamente confesional y privado.
La semana pasada leí en la prensa
que el autor (a quien tengo el gusto de conocer) del libro Adiós a dios (de indudable interés, por encima de cualquier
ideología) ha querido contratar, sin éxito (sigue habiendo censura), autobuses
de la ciudad de Santiago para dar a
conocer su libro con motivo de la estancia
de Ratzinger en la ciudad. En mi opinión, se produce en este caso la
misma distorsión de la mirada, al centrarla en la visita del jefe del
catolicismo más que en los gobernantes que la financian, y al mismo tiempo,
lanzar el mensaje exclusivamente desde el ateísmo. ¿Acaso no hay creyentes en
Galicia que también están por un Estado laico y aconfesional? Hay posturas que
crean dicotomías innecesarias entre ciudadanos que tienen básicamente las
mismas ideas y se guían por los mismos horizontes. De hecho, el libro más
recomendable para regalar a Ratzinger y su cohorte, así como a nuestros gobernantes
y representantes políticos, es un ejemplar de la Constitución española.
Más allá de las ideologías, se
producen fuertes quiebras sociales y económicas en la vida cotidiana y real de
muchos ciudadanos españoles al asumir el erario público los gastos que genera
el viaje de Ratzinger a España. Seamos por un momento optimistas, prescindamos
de las pensiones de 450 euros, de los millones de hombres y mujeres que no
tienen trabajo, centrémonos ahora en tantos millones de trabajadores que cobran
alrededor de mil euros al mes (los “mileuristas”). Pues bien, lo que no es de recibo de ninguna
de las maneras es que un mileurista gallego deba estar trabajando seis meses y
pico de su vida para costear un solo minuto de la estancia de Ratzinger en Santiago,
como tampoco es de recibo que la iglesia hispana reciba anualmente más de
10.000 millones de euros, una suma equivalente a la que el Gobierno de Zapatero
quiere conseguir en 2011 reduciendo los gastos públicos a costa de las pensiones, los salarios de
funcionarios, las ayudas al desarrollo, los apoyos a los sectores más
desfavorecidos o la creación de puestos de trabajo. Es a eso principalmente a
lo que deben contestar el Gobierno de Zapatero,
así como los gobiernos autonómicos y locales que intervienen en el viaje y
contribuyen al mismo. Es principalmente eso lo que se debe denunciar.
Si el jerarca supremo del catolicismo viene en calidad de Jefe del
Estado del Vaticano, que el Estado Español se haga carga de los gastos de
seguridad. Y lo demás que se lo pague. Si el señor Ratzinger viene como líder espiritual de su iglesia a
celebrar con sus adeptos unos actos de carácter privado y confesional, que sus
fieles católicos asistan libremente a tales actos y además se hagan cargo de los
costes económicos generados por tales actos. El dinero público no debe destinarse
a asuntos privados y confesionales. Y
nuestros representantes institucionales deben abstenerse ya de intervenir y
participar en actos confesionales cuando estén en el ejercicio de sus cargos.
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