Como
todo quisque, puedo entrar en uno de los miles de bares, pubs, cervecerías y cafeterías que hay en la ciudad, y beber
allí alcohol hasta la completa embriaguez. Seguramente, llamarán a alguien que
puede auxiliarme y llevarme a casa o me transportará una ambulancia hasta el
hospital más cercano. Probablemente, la resaca posterior será de órdago y enorme
el latigazo propinado al hígado y al estómago, pero, si quiero y dispongo de
dinero, al día siguiente puedo hacer lo mismo sin trabas. Entretanto, por la
calle me iré topando a menudo con vallas publicitarias que artísticamente
anuncian bebidas alcohólicas, pues vivimos en una sociedad y dentro de una
cultura donde no se concibe fiestas, celebraciones, bodas, Nocheviejas, cumpleaños,
comidas de postín, etc. sin una buena cantidad de alcohol.
La
clave está en saber beber con moderación –me dirán algunos. Y no podré entonces
estar más de acuerdo con ese consejo, pues casi todo puede convertirse en un
placer si se aprende a utilizarlo bien y en verdadero provecho propio. Sin
embargo, la realidad parece mucho más cruda que lo que quieren mostrar esos
sabios consejos: según un estudio publicado en la revista médica The Lancet, donde se miden los efectos
perjudiciales de las distintas sustancias adictivas tanto en el consumidor como
en su entorno y la sociedad donde vive, el alcohol es más dañino que, por
ejemplo, la heroína y el crack.
En
ese estudio, cada droga es valorada de 0 a 100 (máximo daño), según unos
detallados criterios que abarcan los daños y perjuicios causados al consumidor
y a los demás. Pues bien, mientras el alcohol obtiene una puntuación de 72, la
heroína de 55 y el crack de 54, vemos que, por ejemplo, la cocaína (27), el
tabaco (26) y el éxtasis (9) tienen menores efectos perniciosos para el
individuo y su entorno. Sin embargo, a pesar de la evidencia de estos datos,
expertos y políticos seguirán hablando de “alcohol y las drogas”, como si el
alcohol solo perteneciese al limbo de las sustancias festivas y del “buen rollo”.
En nuestro país la policía perseguirá a quienes venden marcas falsas de bebidas
alcohólicas, pero no al productor, al pequeño y gran traficante, al consumidor
en sitios públicos y abiertos de cualquier otra droga que no sea alcohol y
tabaco.
Eso
sí, para que no molesten al vecindario, se organizará el botellón para la gente
joven (a sabiendas de que muchos de ellos acaban más que maltrechos de tanto
ingerir alcohol), designándoles unos lugares concretos para que allí beban,
fumen y hagan lo que les dé la gana (el 72 de puntuación del alcohol y el 26
del tabaco en el estudio de The Lancet es ya solo papel mojado): se trata de
drogas “legales”. ¿Se imagina alguien qué pasaría si desde el parlamento de la
nación o desde algún organismo municipal se instituyese, por ejemplo, el
“hierbón” o el “pastillón”, donde esos mismos jóvenes pudiesen fumar hachís o
marihuana legalmente y tomar cuantas y cuales pastillas desearen? Ambas
modalidades de sustancias tienen una puntuación mucho menor que el alcohol y el
tabaco, pero son “ilegales”, es decir, las autoridades han decidido que son
perseguibles y duramente sancionables en algunos casos.
Vivimos
en una sociedad hipócrita, donde la irracionalidad se ve alentada por el miedo
y la culpa mal informados y donde los intereses de unos cuantos, que obtienen y
manejan inmensas fortunas a causa del tráfico de estupefacientes, condicionan
directa e indirectamente parlamentos,
tribunales, policías y gobernantes de muchas partes del mundo. Las grandes
empresas del tabaco y el alcohol perderían sus enormes ganancias si sus
productos no fueran legales. Los grandes traficantes de las denominadas “drogas
ilegales” perderían sus estratosféricos beneficios económicos, blanqueados
inmediatamente en el complejo entramado socioeconómico de un país, si se
legalizaran. La legislación está así, de hecho, al servicio de los intereses de
traficantes y capos, y eso es una grande e hipócrita irracionalidad que se acaba
viendo (también nos educan el ojo) como lo más normal del mundo.
Según
la OMS, 2,5 millones de seres humanos mueren anualmente a causa del alcohol
(corazón, hígado, accidentes de tráfico, suicidios y cáncer), que es el tercer
factor de riesgo de muerte
prematura y de discapacidad en todo el mundo. Según el Informe Mundial sobre las
Drogas 2010, entre 155 y 250 millones de personas consumen drogas ilícitas en
el mundo (¿se imagina usted a cuánto ascendería esa cifra si estuvieran
incluidos el alcohol y el tabaco?). Pues
bien, la marihuana es la sustancia más consumida (entre 129 y 190 millones de
personas), seguida de las metanfetaminas, los opiáceos y la cocaína. ¿Por qué
no se legaliza la marihuana? ¿Con que criterios objetivos, científicos,
permanece ilegalizada, salvo quizá los citados intereses económicos de quienes
se lucran con su comercio y la insoportable levedad del dinero, del miedo, del
poder y del voto por parte de nuestra clase política? ¿Por qué no se legalizan
todas las drogas y se aprende/enseña a no necesitar ninguna?
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