Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón
Cercano está el día en que nuestros hijos no contarán ya a
sus nietos el cuento de Caperucita Roja o el de Garbancito, sino otros cuentos
aún más fantasiosos: por ejemplo, que en tiempos y países lejanos había un
servicio de sanidad que atendía, operaba y medicaba gratuitamente a todos los
habitantes de Hispanolandia, que todos podían ir a la escuela y la universidad
por el hecho de ser ciudadano y sin tener que ser millonario o que hubo un
tiempo en que la gente se preocupaba por algo más que por las personas y las
cosas que estaban a más de dos metros de sus narices. Los nietos de nuestros
hijos moverán entonces sus cabezas con incredulidad y se preguntarán si sus
abuelos les están tomando el pelo al contarles unas historias tan
inverosímiles.
Los nietos de nuestros hijos estudiarán en sus soportes
informáticos de Historia que en la primera década del siglo XXI se esfumó la
Sociedad del Bienestar en el continente europeo desarrollado (en dos tercios
del planeta morían a millones de hambre y de miseria, y dos tercios de la
humanidad padecían hambre crónica y muerte cercana). Conocerán también, aunque
maquillado con esmero, que cien años de lucha obrera habían conseguido unos
servicios sociales para toda la ciudadanía, atendida por la sanidad pública
desde que abría los ojos al mundo hasta la administración de los últimos
cuidados paliativos, e instruida obligatoriamente desde los cinco a, como
mínimo, los dieciséis años. Estudiarán también que por aquel entonces se
hablaba de derechos cívicos, y que los trabajadores, las mujeres y los
desempleados reclamaban sus derechos fundamentales, al igual que se
reivindicaba el derecho a una vivienda digna o las personas minusválidas
exigían que el dinero público se destinara también a la eliminación de barreras
arquitectónicas o las personas que llegaban al atardecer de sus vidas
reclamaban unas pensiones dignas.
Pero hubo una gran crisis económica que borró de la faz de
la tierra ese Estado de bienestar y lo que en pleno siglo XX recibía en Europa
el nombre de socialdemocracia. La gente de inicios de siglo XXI se tragó cosas
tan inverosímiles como que la culpa la tenían los propios países afectados o
que todo se debía a abstractos “ataques especulativos”, si bien nadie parecía
interesado en saber o dar a conocer de dónde provenían dichos ataques y quiénes
eran realmente esos atacantes presuntamente anónimos. La sala de máquinas de
aquella involución recibía el nombre de “mercado” y el resultado final fue que
los ricos de toda la vida no se enteraron de aquella fractura social y de la
quiebra de unos niveles socioeconómicos comunes relativamente dignos, pues
ellos cada vez eran más ricos. Al mismo tiempo, las filas de la precariedad se
hicieron cada vez más grandes y aumentó sobremanera el número de los pobres de
solemnidad. Pero eso a los ricos no les importaba: tenían sus colegios y
universidades privadas y cuando les dolía algo cruzaban el océano para ser
cuidados en clínicas privadas de última generación.
Entretanto, los gobiernos de los países esquilmados eran tan
imbéciles que sus gobernantes cumplían obedientemente lo que unos organismos
internacionales (en realidad, tan en las manos de los especuladores como la
propia ONU) les dictaban que hicieran: menguar plantillas, bajar las pensiones,
reducir los sueldos, flexibilizar la contratación laboral, esquilmar el coste
del despido, aumentar los impuestos sobre la renta, inyectar fondos públicos en
empresas financieras privadas con problemas. A eso, eufemísticamente, se lo
llamaba “hacer los deberes”. En realidad, los “atacantes” (fondos privados,
especuladores, bancos de inversión) habían montado aquel enorme guirigay
económico en todo el mundo para seguir
siendo enormemente ricos y poderosos, continuar teniendo la sartén por el mango
y debilitar las ya escasas fuerzas de quienes aún osaren oponerse y protestar.
Los atacantes especuladores utilizaron impunemente ese pozo negro denominado
“mercado” para conseguir sus objetivos e impusieron las reglas de ese mismo
mercado para que las economías domésticas quedaran saneadas a su gusto y en su
propio beneficio. Sin embargo, pocos parecían por aquel entonces indignados,
cabreados o con voluntad de pedir a alguien algún libro de reclamaciones. Se
encerraron en sus casas, encendieron sus televisores para ver el derbi
futbolístico del siglo y se hizo definitivamente de noche en el mundo.
Lo que los nietos de mis hijos no sabrán nunca es que hace unos días
recibí por Facebook (una hiperantigualla antediluviana para ellos) un mensaje
verdaderamente esclarecedor: “Ayer, en los poco minutos que veo televisión, me
llamó la atención la opinión de una estudiante: ’por supuesto que en España hay
problemas, pero yo vivo aislada en mi burbuja’. Qué bien han sabido
hacerlo..." Y efectivamente, lo están
haciendo de maravilla. Si el Informe Pisa evaluara el espíritu crítico y el
talante combativo del alumnado y de la ciudadanía de nuestro país, obtendríamos
un enorme suspenso o una matrícula de honor (según quién fuera el examinador).
Y colorín colorado.
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