La Organización de la Conferencia islámica (OCI),
compuesta por 57 países, tiene el propósito de conseguir en el Tercer Comité de la Asamblea General
de la ONU una
legislación contra la “difamación de las religiones” y, de paso, validar las penas contra la blasfemia, que en los códigos
penales de estos y otros países van desde la multa hasta la pena de muerte. La
barbarie pretende así extenderse por el mundo, la teocracia lucha por penetrar
en la casa de la racionalidad, la intransigencia quiere castigar la libertad de
opinión y expresión.
Según el diccionario de la RAE, blasfemia es
“palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos” y “palabra gravemente
injuriosa contra alguien”. Constatada la catolicidad de la RAE en esta definición,
la cuestión estriba en el criterio para determinar si ha habido injurias en una
expresión blasfematoria, y sobre todo
dónde se ha obtenido el carné de juzgar (no digamos ya castigar) a alguien. Llega
un Papa y condena el ateísmo, otro, el socialismo, y otro no tiene otra cosa
mejor que hacer en un avión que condenar el laicismo agresivo español y
compararlo con el anticlericalismo de la Segunda República. Y aquí no ha habido
injurias, ni agravios, ni blasfemias. Está clavando, en cambio, alguien un cuadro
en la pared, se machaca un dedo de un martillazo y dedica unas cuantas
interjecciones a un ser que le vendieron como bueno y providente o al santo de
su pueblo o a la mar salada, e ipso facto
incurre en un delito de blasfemia. En España no le pasará ya nada, salvo las
miradas de censura de quien se sienta mortificado en sus creencias y
devociones, pero en algunos países islámicos que se prepare a recibir
latigazos, pedradas o tener una soga al cuello.
Antes, en los
lugares públicos (vg. tranvías) de cualquier ciudad podía leerse en unos
letreros mugrientos de la España nacionalcatólica: "Prohibido
blasfemar". Otros letreros, a su lado, decían: "Prohibido
escupir". Algo, pues, hemos adelantado desde entonces... No se escupe. El
mundo cambia a mejor... No obstante, se suele dar un curioso fenómeno social:
cuanto más oficialmente "religioso" es un pueblo, más rico es su
vocabulario blasfematorio.
Ahora tenemos la suerte de que la blasfemia tradicional ya no es delito
como antaño en muchos países occidentales (salvo en Grecia: dos años de cárcel,
Polonia: de multa a dos años de cárcel, e Irlanda: multa de hasta 25.000 euros).
Sin embargo, en muchos países del mundo, en su mayor parte musulmanes, pueden
llegar a decretar hasta la pena de muerte contra quien los clérigos y los
jueces de esos sistemas teocráticos consideren culpable de blasfemia. Que se lo
digan, si no, al escritor Salman
Rushdie por la novela Versos satánicos, o al dibujante danés Kurt Westergaard por sus viñetas sobre Mahoma.
El mundo musulmán lleva varios siglos de retraso, y por él aún no han pasado el
Humanismo, la Ilustración, el racionalismo y la crítica objetiva y científica.
El mundo musulmán permanece aferrado a la obsolescencia de la teocracia (hace
muchos siglos recibía por estos lares el nombre de cesaropapismo y agustinismo
político), siendo sus principales víctimas las mujeres y los disidentes.
Si embargo, aún
existen rescoldos antiblasfemia entre nosotros y menudean las noticias sobre cancelación
de exposiciones de arte, retirada de libros o prohibición de exhibir
determinadas películas consideradas como “ofensivas a la religión”. Basten como
botones de muestra, la no exhibición en las salas de cine griegas de la
película La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese o la censura radical y fáctica en
Aragón y Valencia de la película El
discípulo, dirigida por Emilio Ruiz
Barrachina. Todo ello hace pensar a veces que los censores no censuran más
simplemente porque no pueden.
En principio,
es recomendable tener educación y respeto en el ámbito de la convivencia dentro
de cada cultura y sociedad, pero eso puede conducir a que las normas para
establecer esa convivencia sean dictadas por un determinado grupo o ideología
que pretende imponerlas a todos los demás mediante castigos, muerte y amenazas.
La libertad de pensamiento, opinión y expresión son derechos humanos
inalienables, que están por encima de las creencias privadas. Una cosa es que
se tenga derecho a la libertad de culto y de creencia, y otra bien distinta que
esas creencias se declaren incriticables e intocables, bajo pena de multa o de
muerte.
En fin, que no
se le ocurra a nadie blasfemar y decir Eureka, pues ya a Eva y Adán les costó la
expulsión del paraíso, el dolor y el crujir de dientes, y desde entonces, al
gusto de cada iglesia y religión, los blasfemos del Eureka han acabado
quemados, torturados, decapitados, desterrados, silenciados, censurados o
proscritos. Para los censores esa blasfemia no cuenta como tal, pero es la
palabra que más injuria, de hecho, a sus dogmas y sus malditos mandamientos de
mierda. ¡Eureka!
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