lunes, 8 de noviembre de 2010

¿anticatólico? ¿laicismo agresivo?



En los primeros años de los 70 era corriente ver en los cuartos de no pocos universitarios alemanes un póster donde en grandes letras se leía “Ein kluges Wort und schon ist man kommunist”, que, traducido libremente, viene a decir: basta con decir una palabra sensata o razonable para que te consideren comunista. No era un chiste o un mero chascarrillo, sino un fiel reflejo de lo que ocurría por aquel entonces en muchas partes del mundo. Aplicado el mensaje a España, su ajuste a las mentes y los prejuicios celtibéricos alcanzaba un grado superlativo, pues todo lo que se opusiera o se desviase de los valores eternos del Movimiento y del nacionalcatolicismo inmediatamente era sospechoso de perversión comunista. En los últimos días hemos asistido a un automatismo similar con motivo de la visita del señor Ratzinger a Santiago y Barcelona. Un fantasma ha ido recorriendo España durante catorce siglos, pero muchos son ya quienes dicen con firmeza que el nacionalcatolicismo debe acabar, que todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho a ejercer la inalienable libertad de conciencia, en completa igualdad de condiciones, sin privilegios para nadie. Y por ello se les declara anticatólicos. Muchos son quienes declaran que el Concordato franquista de 1953, así como los Acuerdos de 1976 y 1979 entre el Vaticano y el Estado español, deben acabar. E ipso facto son tildados de laicistas agresivos. Muchos son quienes reconocen a Ratzinger el mismo derecho a visitar nuestro país que cualquier otra persona con tal de que los gastos que genere no sean costeados por el dinero público, de todos los contribuyentes. Y entonces se los asocia con no sé qué persecución religiosa de la Segunda República. Muchos son quienes tienen derecho a amar y ser amados, constituir una familia y decidir libre y responsablemente sobre su propio cuerpo, pero se los llamará de inmediato pervertidos, asesinos y contrarios a la ley natural y la ley divina. Todos ellos dicen cosas sensatas y hablan de forma razonable, y por ello mismo son tachados de anticatólicos. Hay gente en nuestro país que aún no se ha enterado de que vivimos en un país constitucionalmente aconfesional. Siguen creyendo que todo esto sigue siendo su cortijo secular, vienen a condenar el aborto, el matrimonio homosexual, la pareja de hecho, los anticonceptivos, y un largo etcétera más, todo ello aprobado democráticamente con sendas leyes por los órganos parlamentarios que representan a toda la ciudadanía. Añoran privilegios seculares y patentes de corso en materia de moral y costumbres, se aferran al dinero que perciben, a sus exenciones fiscales, al complejo entramado de poder y beneficio que configuran con algunos sectores del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Pues bien, para ellos, todo aquel que critique este estado de cosas es un anticatólico y un antipatriota (para ellos son términos equivalentes.

Habrá que volver a poner en nuestras casas algún póster que recuerde que no solo por una reivindicación justa nos convierten en laicistas agresivos y anticatólicos, sino también que buena parte de estos males proviene de que hasta ahora nuestros gobernantes y parlamentarios no han osado hacer realidad algo sencillo, hermoso y valioso: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art. 16.3 de la Constitución).

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