Nos contaron en la niñez que hace muchos años, en el
desierto del Sinaí, Moisés tuvo un gran encuentro con Dios. Un día, a los pies
del monte del Safsafá aguardaba el pueblo, mientras Moisés ascendía la montaña.
Allí su dios le entregó, en unas tablas de piedra, el Decálogo, los
mandamientos. El décimo dice así: “No codiciarás los bienes de tu prójimo; no
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni
su asno, ni nada que sea de él”.
Como se observará, en el décimo mandamiento que muchos, ya
talluditos, hemos debido memorizar y recitar, según los dictados del Catecismo (“No codiarás los bienes ajenos”), no se
alude explícitamente a los esclavos, bueyes, asnos y demás; mucho menos, a las
mujeres del prójimo.
Ateniéndome a la literalidad del texto bíblico, sigo sin
comprender qué o quién es "mi prójimo". Se supone, en principio, que
es alguien de tu misma especie, que te es "próximo" (bien
espacialmente, bien consanguíneamente, bien de algún otro modo ignoto). Echo
una ojeada a mi alrededor y puedo identificar a unos cuantos amigos, quizá
menos de los que quisiera. Cuento también con unos cuantos conocidos y colegas,
con una anónima multitud de desconocidos, y quizá -qué vamos a hacerle- con
algún enemigo que otro. Sin embargo, sigo sin saber quién o quiénes son mis
prójimos.
Acudamos entonces al clavo ardiendo de vincular prójimo y
próximo. Si mi prójimo es mi próximo, ¿puedo desear en tal caso a la mujer de
quien no me es próximo? Por ejemplo, la mujer de alguien que no conozco o que
esté de viaje por el Caribe, o que ni siquiera sepa quién soy o cómo me llamo o
simplemente que le importe un rábano que la desee o no? ¿Puedo, pongamos por
caso, desear a Salma Hayek? ¿O a una mujer que no es de nadie? ¿Es que
hay mujeres de alguien? ¿O no puedo desear a ninguna?
El mandamiento prohibe codiciar, que, según el Diccionario,
significa "desear con ansia". Sin embargo, desear es de lo poco que
aún nos queda a los que apenas tenemos algo o casi nada. Si además pretenden
privarnos de nuestro derecho a desear, apaga y vámonos. Y es que desear no hace
daño a nadie, que yo sepa. ¿Por qué se me prohibe entonces desear, con o sin
ansia? ¿Por qué el deseo (ése en concreto) es malo? Si no causa demasiada
frustración (ya se sabe, desear implica que no se tiene lo deseado), puede ser
incluso buenísimo. Más aún, no desear a alguien puede llegar a ser síntoma de
anemia psíquica, amén de no poco aburrimiento, rutina o indiferencia.
Por el contrario, desear a alguien (con o sin ansia, ése es
mi problema) significa en cierto modo valorarlo, tenerlo en cuenta, hacerlo
objeto de mi aprecio. En cualquier caso, la persona deseada no tiene por qué
enterarse de nada. Y aun en el caso de que tuviera noticia de mis deseos,
siempre está en su mano responder con un no, que sería de agradecer fuese
amistoso y a ser posible adornado con una sonrisa.
Entendería un mandamiento que dijese, por ejemplo, "no
desearás mal, daño, perjuicio, soledad, llanto… a nadie" (incluida la
mujer o la prima hermana del prójimo), pero desear (a secas) no veo qué puede
tener realmente de malo. Probablemente todo se debe a que en los desiertos
suelen soplar vientos malhumorados y aumenta la mala leche de los que por allí
pasan y los padecen. Y los mandamientos se entregaron en un desierto, el del
Sinaí. Como se ve, al final hay
explicación para casi todo.
El mandamiento olvida (¿o no?) también la posibilidad de que
las mujeres sean capaces de desear (hasta con ansia) a quien consideren conveniente.
¿Por qué no dice entonces "no desearás al varón de tu prójima"? El décimo
mandamiento comete, pues, el error de caer en favoritismos (las mujeres quedan
exentas de la prohibición y a los hombres, en cambio, se les reconoce explícitamente
como seres deseosos), e incurrir en desprecios (las mujeres aparecen como un
saco de mortadela, mas no como personas con capacidad de desear, y los hombres
son quizá tenidos por tan feos y horribles que no son capaces de despertar el
deseo femenino). Crece y crece así mi mosqueo a medida que pienso en este
décimo mandamiento, pues -por poca cosa que sea uno-, tampoco es para que en la
propia legislación divina se me tache de tan poco apetecible.
Y eso no es todo. Me parece sumamente improcedente
presuponer un mundo de mujeres y de hombres que sean de alguien. La gente no es
de nadie, con independencia de la clase de gónadas, inclinaciones y
expectativas sexuales que tenga cada cual. Prefiero creer y esperar que el
mundo esté habitado simplemente por mujeres y hombres. Libres, iguales,
autónomos, independientes. Claro que mientras dios sea tres dioses que
propenden siempre a adoptar el género masculino (Padre, Hijo, Espíritu Santo),
en vez del femenino (Madre, Hija, Espíritu Santa), hay muy poco que hacer.
En resumidas cuentas, sigue pendiente de dilucidar dónde
estriba realmente la maldad del deseo de la mujer del prójimo para que se nos
prohiba entre rayos y truenos, entre las terribles nubes del Safsafá.
¡Angelina Jolie, te deseo!
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