La muerte te puede alcanzar por muchos motivos. Estar vivo, sin duda,
es el origen de todos. Pero existen toda clase de factores genéticos,
accidentales o meramente geográficos que condicionan no solo tus
expectativas de existencia, también la calidad o la miseria de la misma.
No es igual ser escandinavo que nacer en el Cuerno de Africa, por
ejemplo. Los nórdicos y rubicundos noruegos o daneses disfrutan de un
estado de bienestar envidiable mientras que pueblos como el somalí
padecen una hambruna que provoca éxodos masivos. Pero paradójicamente,
en sitios tan dispares hay personas que mueren víctimas del racismo. O
mejor dicho, del clasismo criminal de los que se creen con derecho a
decidir sobre la vida o la muerte de otros. Puede tratarse de una
masacre perpetrada por un vikingo neotemplario dispuesto a liberar a
Europa de la plaga musulmana y marxista que al parecer la invade, como
sucedió en la isla noruega de Utoya. O puede ser aún más maquiavélico,
como ocurre con Somalia. El aumento de los precios de los alimentos en
el mercado mundial, las guerrillas que obstaculizan la llegada de ayuda
y, sobre todo, la pasiva tibieza de organismos internacionales como la
propia ONU, son las rafagas de hambre que disparamos desde el Norte
contra el Sur. Tanto la crisis humanitaria que sufre Somalia como el
caso de los jóvenes noruegos progresistas asesinados a sangre fría, son
crímenes que proceden de una ideología común. El noruego Behring actuó
movido por la islamofobia populista que emplea exhaustivamente la
derecha. En nuestra propia TDT es un tema omnipresente. El acoso al
inmigrante, la supuesta supremacía racial o religiosa y el desprecio a
otras culturas son lugares comunes entre las corrientes fascistas y
neonazis que florecen en el norte de Europa y en nuestra propia casa. El
capitalismo salvaje que gobierna el mundo se mueve en la misma
dirección que estos fanáticos. Solo que el sistema, primero agarra el
botín manchado de la sangre de sus víctimas para después cerrar las
fronteras que le protegen de la legión de los parias. Y sencillamente,
los mata de hambre.
Ana Cuevas
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