Publicado hoy en El periódico de Aragón
Al parecer, el Gobierno aragonés tiene el
propósito de presentar antes de que acabe el año una Ley de Autoridad del
Profesor que convierte al docente en autoridad pública. Ello implica, entre
otras cosas, que el profesorado gozaría de presunción de veracidad
Acudo de inmediato al diccionario de la
RAE, y me encuentro con que “veracidad” significa “cualidad de veraz”, y a su
vez, “veraz” es la persona “que dice, usa o profesa
siempre la verdad”. En otras palabras, el principio de veracidad hace que una
persona se tenga como veraz sin que aporte prueba alguna y que su palabra
prevalezca sobre la persona que no lo disfruta, si
esta no aporta pruebas. Sin embargo, en nuestro país una persona a la
que se le presumiere tal veracidad (por ejemplo, un profesor) debería conciliar
tal prerrogativa con el principio constitucional (artículo 24.2) de la
presunción general de inocencia, que declara inocente al denunciado hasta que
se demuestre lo contrario. Más aún, ateniéndonos a la jerarquía legislativa, la
presunción de inocencia es jerárquicamente superior y prevalece sobre cualquier
presunción de veracidad.
El hecho es que
algunos grupos políticos y sindicales insisten en la necesidad de “reforzar la
figura del docente”, dotándole de herramientas disciplinarias que garanticen la
protección jurídica en su labor como autoridad pública y a la vez refuercen “la
consideración y el respeto por parte de los alumnos, padres y otros
profesores”, tal como reclaman algunos sindicatos de corte netamente
conservador. Crece la opinión de que la enseñanza está sufriendo
un grave deterioro debido a la merma de disciplina y respeto por parte del
alumnado y sus familias, o a la falta de reconocimiento de la figura del
profesor, y piden como solución un mayor reconocimiento social y un
reforzamiento de su autoridad.
Por “autoridad” suelen entender ante todo
potestad para imponer el orden y para sancionar a los alumnos más difíciles o
recalcitrantes. Confunden así la auténtica autoridad con un elenco
institucional de automatismos sancionadores que posibiliten que cualquier
problema quede borrado a golpe de reglamento.
Sin embargo, etimológicamente, la palabra
“autoridad” proviene de los términos latinos auctor y augere: hacer
crecer o aumentar. El auctor, quien
tiene autoridad, es, pues, fuente u origen de algo, y está relacionado con
engendrar, dar vida, hacer que alguien o algo se desarrolle. Según esto, la
autoridad no se otorga desde fuera propiamente, sino que se ejerce y va
haciéndose dinámica y constantemente en la medida en que alguien crece y se
desarrolla.
La verdadera autoridad o la auténtica
veracidad no se imponen, sino que se reconocen. Es en la persona misma de quien
tiene autoridad donde residen la dignidad, la valía para que se acepte y se
reconozca en ella libremente esa autoridad. Quien quiere imponer autoridad sólo
por coerción está admitiendo que no le
quedan otros instrumentos para hacerlo. Un profesor puede ejercer esa autoridad
por estar legitimado legalmente para cumplir unas funciones que le son
institucionalmente reconocidas. En este sentido, nadie discute que tiene
autoridad, tiene el mando, tiene la potestad de imponer orden o hacerse
respetar. En el mundo educativo, sin embargo, ese tipo de autoridad sirve para
casos o situaciones extremas, pero reivindicarla como principal solución puede
ser síntoma de incapacidades e impotencias personales e institucionales poco
deseables.
La educación debe buscar formar y
desarrollar personas y ciudadanos, lo
cual conlleva fomentar su libertad y responsabilidad. A veces puede ser
frustrante constatar las dificultades que esta tarea conlleva, especialmente
cuando un profesor asegura que lo único que tiene que decir y hacer en un aula
es enseñar su asignatura, por lo que cree que a quien no está interesado en
estudiarla y aprenderla sólo le queda
callar y no molestar o, en caso contrario, sufrir la sanción
correspondiente.
Ciertamente, algunos alumnos parecen
desconocer las reglas elementales de convivencia y no haber pasado por un
proceso de socialización básica. Esos alumnos deben tener claro a fin de
cuentas que han de respetar las reglas comunes de un colectivo, pero eso no
sucede de la noche a la mañana, por ciencia infusa, más cuando en algunas de
sus casas eso se cumple poco y deficientemente. A pocos de esos alumnos les
vale realmente la autoridad como imposición de reglamentos y sanciones. Sin
embargo, esos alumnos, como todos los demás, reconocen y agradecen la autoridad
de quien sabe, aprecia, valora, anima. Más aún, muchos de esos alumnos
descubren por primera vez en sus vidas que hay alguien que a la vez enseña unos
contenidos, establece unas normas de convivencia, se interesa por sus vidas,
crea una corriente de aprecio y los anima a ir desbrozando su propio camino, y
no sólo el camino general que está prefijado a priori para todos sin excepción,
sin otros matices.
Personalmente,
no suscita en mí mucha confianza quien necesita una ley para asegurar su
veracidad o su presunta autoridad.
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