Artículo a publicar el miércoles, 26 de agosto, en El Periódico de Aragón
Por recomendación de mi amigo Fernando fui a la zaragozana plaza de la Santa Cruz. Allí, en medio de la plaza, sobre un único podio, hay una cruz griega de hierro, flanqueada por cuatro farolas. En los laterales de un cuadrado de ladrillo que sirve de base, puede leerse el mismo mensaje, escrito sobre azulejos, ya algo desgastados: “Transeúnte, esta cruz bendita espera de ti una oración por los mártires de la guerra”. E inmediatamente el transeúnte sabe que la oración solicitada es solo por los muertos en el bando golpista del general Franco durante una abominable guerra civil. Una vez más, se ve cumplida allí la misma constante celtibérica: sobre un objeto (en este caso, metálico) se proyecta el supuesto mágico de que es capaz de esperar algo (una oración) y de tomar inequívocamente partido por una facción militar y política vencedora en contra de la de los vencidos, herejes y antipatriotas.
Algo similar existe en la propia Basílica del Pilar: en el flanco derecho del coro, hay una lápida de mármol que conmemora una peregrinación en los años 1939-1940, y que comienza con el siguiente mensaje, en latín: “Liberada la Patria en/por la guerra civil y conseguida felizmente la victoria…”. Nadie ha quitado hasta hoy esa lápida, a nadie le molesta. Por el contrario, ocupa un lugar de honor, lo que conduce a la misma conclusión celtibérica: la iglesia católica, sus dirigentes, están identificados con unos determinados eventos bélicos, que suponen la conquista del poder por parte de sus amigos y aliados y la derrota (la muerte, el fusilamiento, la cárcel, el exilio, la represión…) de sus adversarios. Por encima de sus prédicas sobre el amor al prójimo, esa es, de hecho, la realidad.
Los cristianos, en consonancia con sus valores originarios, fueron incondicionalmente pacifistas, de tal forma que durante los tres primeros siglos de existencia los primeros pensadores cristianos no admitían la legítima defensa ni la pena de muerte ni la guerra, lo que explica que buena parte de los cristianos ejecutados en la última persecución de Diocleciano (303-311) perteneciese a “los hermanos que militaban en las legiones”, tal como relata Eusebio de Cesarea. Mas llegó Constantino y su Edicto de Tolerancia en el 313, y se produjo un giro de 180 grados: el lábaro (estandarte con la cruz) y el monograma XP (Cristo) encabezarán desde entonces mil batallas victoriosas, con ríos de sangre y saqueos en masa. Ya hay enemigos a aniquilar para defensa de la ortodoxia. De la noche a la mañana el antiguo cristianismo de los pacifistas se ve suplantado por el cristianismo de los capellanes de regimiento y los generales de los ejércitos. Christus vincit, Christus regnat. Y en nombre de ese Cristo Rey, lo más reaccionario de los últimos diecisiete siglos ha disfrazado sus crímenes y agresiones con cruzadas, ejes del Bien, defensa de la fe, Patria y Dios y un sinfín más de alibís para la agresión.
La guinda fue puesta unos años más tarde: los no cristianos fueron excluidos del ejército por un decreto imperial, de tal forma que las victorias y las guerras quedaban ya exclusivamente reservadas a los cristianos. Antes aceptaban el martirio en aras de la paz incondicional en la que creían por mandato de su fundador, ahora cuentan ya con razones para guerrear y matar a discreción. Simultáneamente, les sobrevino la clarividente necesidad, como defensa de la verdadera fe, de acabar con el enemigo, hereje, judío o pagano.
Poco han cambiado las cosas desde entonces. Cuando la iglesia católica se ha visto favorecida por el poder del emperador, del rey o del gobernante en general, ha repartido panegíricos, bendiciones, cánticos, palios y estandartes a cambio de manos libres (amén de un torrente de propiedades, riquezas y privilegios). Cuando, en cambio, el poder no se aviene plenamente a sus dictados e intereses, se declara ipso facto perseguida y maltratada. Me viene ahora a la mente que Galileo Galilei fue obligado a abjurar de su teoría heliocéntrica, que la gran mayoría de filósofos y pensadores modernos y contemporáneos fueron incluidos en su Índice de Libros Prohibidos (donde ha estado también, por ejemplo, El lazarillo de Tormes o las obras completas de Rabelais), o que la jerarquía católica hispana escribió en 1937 una repugnante Carta Colectiva de los Obispos Españoles en apoyo de una sangrienta dictadura militar.
El poder. Siempre el poder. Nada más que el poder. Catolicismo y poder económico, militar y social. Siempre unidos. Siempre aliados. En sus orígenes, el cristianismo pudo haberse convertido en difusor de paz y solidaridad, pero a los pocos siglos (en cuanto tocó poder) encarnó los valores contrarios. La placa antes mencionada de la basílica del Pilar es cosa del Arzobispado y el mensaje existente en la plaza Santa Cruz en Zaragoza corresponde al Ayuntamiento. Son dos gotas de agua en el océano, pero cuántas veces todas esas gotas y ese mar han privado de vida y de libertad a muchos millones de seres humanos.
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