viernes, 29 de junio de 2007

Amores que matan


Año tras año, las noticias sobre asesinatos y malos tratos a mujeres siguen llenando casi a diario las páginas de los periódicos. Se podría pensar que, a pesar de todo, los “maltratadores” son una especie rara, compuesta por individuos brutos y brutales, con los que poco o nada tiene que ver la mayor parte de los varones. Sin embargo, el problema -por desgracia- no parece tan sencillo.

En una obra ya clásica de psicología social, N.E. Miller y J. Dollard describen los comportamientos humanos en algunos casos de linchamiento habidos en los Estados Unidos. En muy resumidas cuentas, vienen a concluir que los linchamientos ocurrieron en zonas pobres y estratos sociales deprimidos, y sobre todo en años de especial penuria económica. El blanco pobre soporta mejor su propia miseria cuando ve al negro en una escala aún inferior, de tal forma que la liberación o el progreso de la población negra son interpretados como una merma de la propia categoría social. En muchos casos de linchamiento, el sexo (real o imaginario) estaba de por medio: el fantasma del contacto sexual entre los negros y las blancas abriría las puertas de los hogares de los blancos. El linchamiento busca, pues, tomarse la justicia por su mano en el caso de que el inferior ose traspasar las barreras sociales establecidas.

Algo similar ocurre con los “maltratadores”. Ven la equiparación -legal y real- de la mujer al varón en derechos y deberes individuales y sociales, como una amenaza, como una provocación. Probablemente, muchos de ellos se sienten infelices, pero cuentan con el consuelo -triste y mezquino, mas consuelo, al fin y al cabo- de que a la mujer (su mujer, propiedad privada) aún le va peor, está sometida. Un día apareció en todos los diarios españoles la noticia de que un varón que había pegado a su compañera una brutal paliza por haber salido a la calle a comprar tabaco “sin su permiso”. Aquel hombre no tenía nada, ni siquiera autoestima real, pero se agarraba desaforadamente al último clavo ardiendo que le restaba: “su” compañera precisaba de su permiso para salir a la calle.

El “maltratador” ni desea ni soporta una mujer libre a su lado: la libertad de la mujer es para él un insulto, una provocación. Necesita que su mujer se sienta muchp más desgraciada que él como lenitivo de su propio infortunio. En el caso de que ella reclame, denuncie o -simplemente- quiera la liberación, salir del infierno, él se encargará de devolverla violentamente a la realidad de su desgracia. Los malos tratos son un castigo y una humillación para la mujer, pero también una advertencia: "sin mí, no tienes derecho a nada, ni siquiera a vivir; o me sirves o te mato; o te resignas a tu suerte o -literalmente- te desgracio". Los malos tratos son así la punta del iceberg del rencor del “maltratador”.

El “maltratador” es un inmaduro que no soporta que nadie -mucho menos “su propia” mujer- madure por su cuenta o al margen de él (lo vive además como un acto de rebelión o insubordinación). Necesita a una mujer que acepte sin rechistar su forma de vida primitiva, sin otros planteamientos u horizontes que los consentidos por él. Puede que incluso se percate de que muchas cosas van mal en su hogar y con su pareja, pero será siempre él quien se sienta perjudicado: con análisis troglodíticos, declara a la mujer culpable de su propia desgracia y se venga. Los malos tratos revelan la impotencia del maltratador a la hora de ofrecer a su mujer una alternativa diferente al sometimiento. El verdadero problema del maltratador consiste en comprobar que su mujer es -o quiere ser- simplemente una persona: en tal caso no sabe qué hacer o qué decir, salvo pegar, maltratar o matar.

Los malos tratos son tan numerosos precisamente porque cada vez abundan más los varones que van quedándose rezagados: mientras aumentan la sensibilidad y la indignación de la mujer y de una parte de la ciudadanía, no pocos varones siguen anclados en los mismos tópicos, víctimas de su propia pereza, asfixiados por su propia tosquedad de espíritu. Podrían plantearse otras formas más civilizadas de convivencia, revisar sus estereotipos, analizar la sensatez de ciertas reivindicaciones femeninas. Sin embargo, su propia inmadurez les empuja cada vez más a la brutalidad. Se sienten asustados, amenazados, humillados, y toman el atajo de quemar, pegar, insultar, amenazar o asesinar a sus mujeres.

Todos hemos venido a la vida con el derecho y la obligación de intentar estar bien y ser felices. El “maltratador”, en cambio, vegeta en un mundo ficticio, en plena indigestión de una realidad que no comprende, y en el colmo de su delirio se cree administrador de la felicidad de la mujer, nacida -según él- con la misión de estar permanentemente a su servicio. En caso de que ella se niegue, no se le ocurre cosa mejor que liarse a golpes, cuchilladas, tiros o latas incendiarias.

Lo que realmente está en juego con los malos tratos a tantas mujeres es el modelo mismo de la convivencia entre las personas, especialmente dentro de esa institución tan compleja e intrincada que se ha venido en llamar “pareja” o “matrimonio”. Los malos tratos no constituyen sólo un conjunto de lamentables casos individuales, sino sobre todo un fenómeno social y colectivo de gran calado social y enorme envergadura. Lo cierto es que los futuribles “maltratadores” y maltratadas están ahora en las calles, en las casas, en las escuelas. Cien toneladas de jueces, fiscales y policías tendrán a medio y largo plazo mucho menos peso específico que unos cuantos gramos de civismo y cordialidad, de respeto y humanidad, en el corazón de cada niño y de cada joven.

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