miércoles, 8 de agosto de 2007

Hombres de cabeza pequeña


Hace años una niña contaba a la salida del cole un chiste que quizá no comprendía del todo: había un hombre con la cabeza tan pequeña, tan pequeña que no le cabía la menor duda. De hecho, aquello no era un chiste, sino la exacta descripción de ciertos comportamientos y actitudes: abundan quienes están tan convencidos de estar en posesión de la verdad que creen una pérdida de tiempo cuestionar alguna de sus presuntas certezas.

En nuestra sociedad suelen ser admiradas las personas cuyas convicciones parecen estar afincadas en gigantescos bloques de hormigón, que no permiten penetrar el menor asomo de duda. Más aún, algunos consideran una debilidad o una peligrosa decadencia poner en tela de juicio lo que la mayoría social asume pasivamente como auténticos dogmas.

Desde muy niños nos van pertrechando de un cúmulo enorme de certezas. Tanto en casa como en la escuela aprendemos una interminable ristra de datos y de pautas, que debemos sólo asimilar y reproducir sin cuestionar nada: lo importante es llegar a poder repetir cuantos datos nos vayan dando en las aulas, así como ajustarnos a las normas sociales y a las pautas mentales y de comportamiento existentes en nuestro entorno social y cultural. De esta forma, seremos valorados sucesivamente como buenos o malos alumnos, chicos, hijos o compañeros, trabajadores y ciudadanos según sea el grado de exactitud con que nos atengamos y reproduzcamos esas normas, pautas y contenidos.

Por el contrario, se nos inculca que cuestionar, preguntar y dudar puede ser inútil e incluso nocivo si no está encaminado a apuntalar las ideas y las conductas que debemos reproducir. Así, por ejemplo, un buen alumno es el que habla sólo cuando se le pregunta y también contesta las respuestas esperadas (pauta aplicable posteriormente al mundo laboral, social o de ocio de todo ciudadano de pro: la persona modélica es la que más se ajusta a los estándares socialmente aceptados y políticamente correctos). El desacuerdo se puede tomar entonces por una osadía y la disidencia corre el riesgo de ser tenida por una provocación a reprimir.

Poco a poco, casi imperceptiblemente, vamos incorporando así conceptos, valores, juicios y prejuicios como si perteneciesen al mundo de las cosas que, precisamente por indudables, no es preciso ponerlas en cuestión o ni siquiera pensar en ellas. El mundo se va dividiendo en binomios, por los que vamos clasificando a personas, cosas y eventos como buenos y malos, verdaderos y falsos, aceptables e inaceptables. En este orden de cosas, hay personas y países que constituyen así el universo de la libertad, la democracia y la paz, frente a otros que se oponen al anterior, por lo que ipso facto quedan transformados en terroristas internacionales. Unos países pueden fabricar, poseer y vender todo el arsenal nuclear y el armamento de destrucción masiva que consideren oportuno, pero los países que no acepten sus dictados y aspiren a poseer ese mismo armamento serán declarados igualmente peligrosos terroristas y enemigos de nuestra civilización. Y pocos protestarán o moverán un dedo, pues bastante tenemos con que nos funcione el aire acondicionado con todos estos calores.

La lista de presuntas verdades y certezas parece no tener fin. El Sahara tiene derecho de autodeterminación, pero Euskadi, no. Es un crimen que los talibanes maten a rehenes en Afganistán, pero es un acto de estricta justicia el ahorcamiento televisado de Sadam Hussein y sus colaboradores. El Corán es un libro intolerante; la Biblia, un libro sagrado. La cultura islámica es machista; la cultura “occidental” ha alcanzado la igualdad en derechos y libertades de la mujer. El Papa es bueno; los ayatollah, en cambio, unos enloquecidos. La familia decente es sólo la monogámica y hererosexual. La propiedad privada es un derecho sagrado e inalienable. El consumo y el libre mercado son fuentes inagotables de riqueza. El hambre en el mundo y las guerras del Tercer Mundo se deben primordialmente a la corrupción de sus gobernantes y a que allí son unos salvajes que no quieren aceptar nuestros valores. La Cocacola y los McDonalds son signos de bienestar social y desarrollo económico. Nuestros padres y abuelos emigraron a Europa para labrarse un porvenir decente como fruto de su trabajo; los emigrantes vienen ahora a quitarnos el trabajo, delinquir y aniquilar con el tiempo nuestros valores, nuestra historia y nuestras tradiciones…

A los hombres de cabeza pequeña no les cabe la menor duda de que viven en el mejor de los mundos posibles. De ahí que no anden preocupados, pues ya hay quien piensa y decide por ellos y por todos.

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