Publicado hoy en El Periódico de Aragón
Tras leer la semana pasada en este diario la columna Antena Paranoica de mi amigo y colega, Joaquín Carbonell, el viernes pasado vi
el programa de Cuatro El comecocos,
donde seis concursantes compiten entre sí para demostrar ante el público y el
jurado (del que forma parte ¡Mercedes
Milá!) quién tiene más dotes como orador y es más capaz de convencer sobre
los temas que les vayan diciendo. Es decir, han de ser capaces de defender
aleatoriamente, por ejemplo, la bondad o no de las descargas en Internet o la
independencia o no de Euskadi.
Mientras veía el programa me venían a la mente los
sofistas en la Atenas de hace 2.500 años, durante la llamada “democracia
ateniense” (una democracia bastante sui
generis, pues los esclavos, los extranjeros residentes y las mujeres –un
80% del total- no tenían voz ni voto ni pintaban nada): en las asambleas, donde
se dirimían los asuntos importantes de la ciudad, lo más importante era
convencer y persuadir al auditorio, dirigir hábilmente a los asistentes hacia
donde se deseaba llevarlos, por lo que
un ciudadano que pretendiese tener éxito personal y social debía cumplir un
requisito imprescindible: saber hablar bien en público, ser un buen orador.
De ahí que la educación de la juventud ateniense se
centrase cada vez más en inculcar aquellas materias que los hicieran más
elocuentes y persuasivos. Sus profesores y pedagogos eran los denominados
“sofistas”, especializados en enseñar el arte de convencer al auditorio y de
vencer dialécticamente al adversario con razonamientos y argumentaciones. Debían
tener un dominio perfecto de las artes persuasorias y ser capaces de defender
y atacar sucesivamente la misma idea o de probar la verdad o la validez de dos
posturas o tesis contrarias. Es decir, El comecocos de Cuatro
Sin duda, no se puede negar la habilidad de quien está
en condiciones de defender y atacar una misma idea con convicción, pero esta
actitud a medio o largo plazo puede conllevar graves consecuencias. Por
ejemplo, llegar a la conclusión de que el deber de buscar y respetar las
verdades de las que se está convencido queda a merced de la habilidad
persuasiva del correspondiente orador de turno y de la opinión de su auditorio.
Un hombre hábilmente
locuaz lo puede entonces todo y, dada la versatilidad del público, Einstein, por ejemplo, podría quedar
humillado por un ignorante que sabe lo que realmente desea escuchar la masa. Lo
importante es saber responder al adversario, argumentar con tino, encontrar el
punto débil del contrincante, quizá amenazado veladamente con
descalificaciones personales.
Los sofistas enseñaban técnicas de persuasión, pero estas
acabaron siendo técnicas de manipulación, lo que llevó a que, si en un mensaje
se busca sobre todo medrar, el triunfo y
el aplauso, termina por desdeñarse la necesidad de tener valores y convicciones
expresados y vividos con coherencia, con el consiguiente daño incluso para uno
mismo, aunque no sea más que por instinto de supervivencia anímica: se piensa
como se vive y también se vive al final como se piensa.
Ni que decir tiene que convertir unas técnicas de
persuasión y manipulación en objeto directo de la enseñanza es simplemente un
desatino. Los sofistas no fueron los principales responsables de instaurar ese tipo
de educación, aunque sí de promoverlo mediante sus labor diaria como profesores:
era la propia sociedad ateniense la que exigía la formación y el adiestramiento
de la juventud en tales objetivos, lo que nos debería llevar a la reflexión
sobre qué objetivos fundamentales priman también hoy en nuestra sociedad, y si
quizá lo que realmente se le está inculcando al alumnado es el éxito ramplón,
la obtención material de títulos, la potencialidad adquisitiva de una
profesión, la memorización sin sentido seguida del olvido en pocos días de lo
aprendido, en detrimento de la valoración del saber y de la metabolización
personal y social de los conocimientos.
A la luz de la educación impartida por los
sofistas en la democracia ateniense no estaría de más pararse a pensar si
también la educación actual de la juventud occidental y, concretamente, de la
española, mantiene un equilibrio suficiente entre las necesidades de todo tipo
(científicas, técnicas, económicas...) que la sociedad espera y demanda a un
ciudadano suficientemente cualificado y la inquietud personal por indagar y
saber acerca del mundo y de la vida con independencia de las ventajas que ello
puede reportar.
En otras palabras, existe el peligro de
educar a los niños y a los jóvenes de nuestro tiempo sólo en vistas exclusivamente
de aquellos conocimientos y destrezas que les serán útiles para ganarse la vida
(a ser posible, holgadamente: ser es tener y aparentar) y triunfar en la
sociedad, olvidando así que -como ya reivindicaban los primeros pensadores
jonios- el saber debería estar vinculado también con la inquietud natural de
conocer el mundo y de vivir en consonancia con la ética personal y social por
la que libre y responsablemente se haya optado.
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