Vengo observando que de vez en cuando se sigue utilizando “infinito”
con pretensiones de denotar algo real. Viene, por ejemplo, atribuido a la
divinidad, al deseo y a otras cosas variopintas más. Sin embargo, infinito o infinitud
son términos estrictamente negativos: denotan que algo no es limitado, no es finito,
no tiene fin o límites. Es decir, nada
dicen sobre el mundo real, pues para hablar propiamente de infinito sería
preciso tener la capacidad de ir más allá del límite para comprobar que algo
excede toda suerte de límite, lo cual es imposible, además de un contrasentido.
Una licencia para hablar de “infinito” la tiene la poesía, que no tiene
pretensiones de explicar el mundo. Otra, la matemática, pero esto es ya harina
de otro costal: el concepto de infinito aparece
en varias ramas de la matemática (en geometría, en análisis matemático y en los
números ordinales y cardinales dentro de la teoría de conjuntos). Ahora bien, si
nos salimos de la matemática, abordar lo “infinito” equivale, pues, solo a
meternos en el mundo de la poesía (la teología ni es ciencia ni es poesía ni es
nada, salvo un cúmulo de pseudoproposiciones).
Ni que decir tiene que la experiencia natural del ser humano es siempre
limitada. Vivimos rodeados de una determinada gente, variamos de situación,
cambiamos de amigos o de actividad, tenemos un comienzo y un final. En otras
palabras, nada ni nadie se salva de que el límite lo circunscriba. Cuando
Ortega afirma que "yo soy yo y mis circunstancias" está sosteniendo
que el límite nos define.
La limitación, la finitud, no es, pues, una carga o un inconveniente
con el que el ser humano debe apechugar, sino la entraña misma de su ser.
Incluso la mejor de las relaciones con un amigo o un ser querido nos crea tarde
o temprano una sensación de limitación a la hora de conocerlo, valorarlo y apreciarlo,
también de aguantarlo... El otro es otro, frente a mí, me impone su barrera, se manifiesta como lo
no-yo, como lo otro. Nada hay en el universo que no sea limitado, por mucho que
las magnitudes o las distancias macro- y microcósmicas que le aplicamos sean
enormes.
Los seres humanos, como cualquier ser del universo, somos limitados por
naturaleza. Nuestra limitación es también selectiva, está encaminada a posibilitarnos
vivir y sobrevivir bien. De hecho, carecer de limitaciones sería un estorbo: nuestros
órganos sensoriales, todo nuestro organismo, requieren una adaptación
determinada -limitada- a las necesidades concretas de nuestra especie. Sin
embargo, podemos también ampliar la gama "natural" de nuestras
posibilidades: inventamos artilugios para captar rayos infrarrojos o rayos X,
para transmitir y recibir imágenes o mensajes a enormes distancias, para poder
vivir en cualquier medio, para mejorar la calidad de nuestras formas de vida
(aunque también a veces para echarlas a perder o empeorarlas).
Fácil es concluir, pues, que "la ilimitación", la
"infinitud" es una suerte de quimera, expresable sólo en negativo. Es
decir, aunque estas palabras pretenden significar unas realidades sumamente
inconmensurables, si nos paramos a pensarlo bien, tienen un carácter difuso,
indefinido, que nada dicen o aclaran.
Por ejemplo, al declarar al dios de turno un ser infinito
(infinitamente bueno, sabio, poderoso…), se está afirmando -de hecho- que las
cualidades de esa presunta entidad exceden nuestra experiencia, mas no se
aclara o se explica qué es eso de "infinito". Cuando alguien afirma, pongamos
por caso, que su dios es "infinitamente sabio" pretende decir dos cosas
distintas y complementarias: a) adjudicarle algo que le parece bueno y
admirable (la sabiduría, conocida y experimentada solo como algo limitado); b) reconocer
su incapacidad para describir la naturaleza y el alcance concretos y reales de
tal supuesta sabiduría infinita. Es decir, nada dice, nada expresa, nada
denota.
Vivimos necesariamente la experiencia del límite. Nuestros ojos
establecen en cada caso y situación los límites del horizonte. Nuestra mente
está fijada y determinada por la educación, el medio, la cultura y los
condicionamientos que nos han ido afectando desde el primer momento de
existencia. El centro del mundo es el centro de nuestras vivencias, y lo demás
-lo otro- va difuminándose en círculos concéntricos, a medida que se aleja de
nuestra experiencia. De hecho, cada uno entiende la vida según el color del
cristal con que la mira, y cada uno interpreta la "realidad" de una
manera concreta, según su formación, su cultura y sus ganas incluso de pensar
(incluso hay quien vive -¿la mayoría?- tranquilamente, sin la necesidad de
plantearse qué entiende por infinito).
Siguiendo la estela de Kant, percibimos, sentimos y entendemos el mundo
y la vida en un tiempo y un espacio. Es decir, nos resulta imposible captar
algo del mundo sin espacio. Y el espacio es un límite, es el límite por
antonomasia. Captamos además el espacio en tres dimensiones. Somos
tridimensionales. Por lo mismo, nosotros, tridimensionales, ni siquiera podemos
imaginar en qué consistiría la cuarta dimensión, por mucho que hable de ella la
ciencia-ficción o la estudien algunas de las denominadas "geometrías
alternativas", como la de Riemann.
"Lo infinito", pues,
atribuido a la divinidad o a cualquier cosa, ser o entidad, es como no
decir nada en absoluto, sobre todo porque tal aserción resulta irrefutable e
inverificable tanto para quien se lo cree como para quien no se lo cree.
Sin embargo, más allá de las creencias de cada uno, a la hora de
definir el concepto de infinito (si es que se tiene la intención al menos de
hablar de asuntos que se tienen por más o menos reales), deberíamos tener
siempre presente la recomendación de Ludwig Wittgenstein de ser muy cautos en
el uso del lenguaje: aquello que no se puede pensar tampoco se puede decir y
aquello que no se puede decir tampoco resulta pensable. Y, concluye
Wittgenstein, “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”.
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